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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Un primer trago de cerveza

La hermana menor del vino es una bebida popular, longeva y refrescante que se adapta a cualquier lugar

Un primer trago de cerveza

No crean que desprecio la cerveza. Si no escribo de ella, como de tantas otras cosas en esta vida, es por simple ignorancia. La cerveza me gusta pero mi interés cultural por ella se pierde después del primer trago que es, sin dudarlo, el mejor de todos para quienes buscamos en su espuma una compañía refrescante para el gaznate. Podría decir que de la cerveza no he escuchado más que eructos, pero estaría faltando a la verdad. He leído, por ejemplo, palabras elogiosas del gran Thomas Mann, que dejó escrito: "Por mi parte, cada día bebo más cerveza rubia a la hora de cenar, apenas medio litro y mi humor va cambiando. Me voy calmando, me voy relajando y al fin me dejo caer en mi sillón y me concedo todavía un pequeño vaso mientras pienso en lo bien que me siento". Yo, como Mann, también las prefiero rubias. Las tostadas y demás me parecen adecuadas para otro tipo de bebedor exigente.

La cerveza es probablemente la hermana menor del vino. Se trata de un invento también muy longevo, su historia se remonta a más de ocho mil años, hay de hecho una primera receta sumeria, pero no ha crecido de la misma manera que su hermano mayor. Las compañías que frecuentan las dos bebidas muchas veces coinciden pero no siempre son las mismas. En ello tienen mucho que ver los momentos y, sobre todo, los estados de ánimo. Uno acude al vino, por lo general, de manera más espiritual. Por contra, la cerveza tiene un componente informal y gamberro que se exterioriza más en las barras de los bares. Los anglosajones la vinculan con cualquier tipo de comida, a mí, en particular, me bastan unos boquerones en vinagre, unas gambas a la plancha o una salchicha. Para otro tipo de cosas prefiero distintas compañías.

La cerveza, sin embargo, y sobre todo la rubia, ale o lager, se ha adaptado fenomenalmente. No conozco países, salvo donde está prohibida por la religión, donde no sea una bebida popular. Del Norte al Sur. Sirve para matar el bicho en los dos polos. Sin que haga falta entrar a competir con los checos, los belgas o los alemanes, uno encuentra casi siempre una cerveza potable en cualquier lugar del planeta. Además, todas se orinan bien.

Como es de alto consumo popular, no resulta difícil presenciar alrededor de ella multitudinarias cogorzas y repugnantes micciones. En Londres, en la prehistoria, tenía un vecino que cuando llegaba de trasegar por los bares a horas intempestivas se dedicaba abundantemente, de un flat a otro, a regar las plantas con la minga. Lo hacía de manera tan repetida que la precisión era extraordinaria. El chorro subía y traspasaba el seto y la pequeña reja que dividía los bajos de los predios. Hasta que lo pillaron, tuvo oportunidad de perfeccionar su técnica hasta extremos virgueros. Nadie se explicaba por que teniendo tan a mano el baño de la vivienda meaba en los tiestos. "Es todo la cerveza", me dijo un día con cierta resignación la administradora de los inmuebles. Como lo hacía a hurtadillas jamás pudo presumir de puntería, al menos dentro de la vecindad. Probablemente le hubiera apetecido hacerlo por esa tendencia británica a bromear y epatar con la escatología y sus afines. Pero, efectivamente, todos llegamos a la conclusión de que era la cerveza, que en el Reino Unido por temperatura y calidad del brebaje guarda, además, cierta relación con el líquido áureo que segregan los riñones.

La leyenda negra también acompañó aquí a la popular bebida. En otro tiempo, los viajeros románticos que descendían desde el Norte a España echaban de menos la cerveza de sus países. Pero en cualquier lugar cuecen habas, y hace ya décadas que los fabricantes nacionales se han puesto al día en cuanto al lúpulo y la malta. Por decirlo de otra manera, las camadas de hooligans de Magaluf o los alemanes que veranean en la Costa del Sol opinan distinto que el viajero inglés Richard Ford, que criticaba el sabor de la cerveza que los maestros de Malinas habían introducido en el país muchos años antes por orden de Carlos I y que únicamente empezaría a mejorar a partir de la segunda mitad del siglo XIX gracias a los cerveceros alemanes y alsacianos. En algún rincón remoto hasta no hace mucho se oía el siguiente refrán: "Quien nísperos come, y espárragos chupa, y bebe cerveza, y besa a una vieja, ni come, ni chupa, ni bebe, ni besa". No hay que hacerle caso a los eructos del refranero, póngame una bien tirada.

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