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El Gijón de "La madre del emigrante"

La obra de Muriedas llegó a una ciudad acosada por sus deficiencias en 1970, año que ascendió el Sporting y del inicio del primer horno de Uninsa

Aspecto original de "La madre del emigrante". FOTOTECA DEL MUSÉU DEL PUEBLU D'ASTURIES.

A la una de la tarde del viernes 18 de septiembre de 1970 tuvo lugar la inauguración oficial de "La madre del emigrante", obra del escultor Ramón Muriedas Mazorra. Se incluyó el acto dentro del programa del Congreso Mundial de Sociedades Asturianas que se celebraba esa semana en Gijón y poco más que la prensa y la comitiva oficial desplazados hasta el lugar de la ceremonia estuvieron presentes -ni siquiera asistió el escultor-, algo a lo que sin duda contribuyeron el día y la hora elegidos.

La idea había surgido precisamente en un congreso anterior, en septiembre de 1958, cuando el entonces alcalde Cecilio Olivier planteó levantar en el puerto de El Musel un monumento dedicado a las madres de la emigración y, sobre la marcha, se abrió una suscripción popular que recaudó 17.000 pesetas ese mismo día entre los asistentes al evento. El prometedor inicio tuvo sin embargo un tortuoso recorrido y la iniciativa no llegó a término hasta doce años después, con Ignacio Bertrand de alcalde.

La obra de Muriedas había llegado a Gijón el día 2 de septiembre desde la fundición Codina de Madrid acompañada por la estatua de Octavio Augusto. Esta última se destinaba al Campo Valdés y se había encargado con motivo del llamado "bimilenario de Gijón" que, en 1971, iba a conmemorar el supuesto asentamiento de la Legio IV Macedónica en la falda del Cerro de Santa Catalina entendido entonces como el momento fundacional de la ciudad.

La coyuntura hizo así que esta singular pareja vaya de la mano dentro de la historia de la escultura pública local, si bien en cuanto a simbolismo, contexto y concepción artística media un abismo entre ambos.

Precisamente, el evidente contraste formal entre ambas obras puso desde su llegada a Gijón a la escultura femenina en la picota. La opinión general, tanto popular como la más especializada de algunos artistas, veía en la efigie del emperador romano el arquetipo de estatuaria pública, de monumento, de arte y de belleza. No importaba que, en sí, su originalidad artística fuese nula ya que era una reproducción -cuya ejecución se atribuye al escultor Francisco González Macías- de una estatua ya existente en Tarragona realizada en 1934, a su vez casi una réplica de la obra clásica conocida como el "Augusto de Prima Porta" conservada en los Museos Vaticanos.

"La madre" era otro cantar, la representación expresionista de una mujer humilde, ausente y carente en su escueta vestimenta de cualquier añadido que pudiese identificarla con un lugar o una época. Se hubiese aceptado de buen grado la representación de una matrona de semblante resignado ataviada con madreñes, pañoleta y chal y hasta es plausible que mayor éxito hubiese tenido una escena lacrimógena del indiano retornado, opulento y triunfante, abrazando a su madre -una especie de Pietà inversa-, en vez de mostrar la miseria de las familias que quedaban en el terruño. Pero la obra de Muriedas era un desgarro en bronce que reflejaba una realidad siempre inquietante, la pobreza, y en ella su autor supo dar forma física a la incertidumbre, al duelo y a la tristeza. Y eso no gustó.

No tardaron en aparecer los motes populares hibridando la coña local con el desprecio: "La lloca'l Rinconín", "La muyerona"? iniciando así otra tradición que se consolidará a finales del siglo XX. Porque antes del "cuélebre" de Vaquero Turcios en Serín, del "váter de King-Kong" de Chillida en el Cerro, del "anzuelón" de Joaquín Aranda en Begoña, del "rallador de queso" de Fresno en Las Mestas o de "Les chapones" de Alba estuvo ella, "La lloca" de Muriedas.

El pedestal

La estatua no tardó en ser vandalizada incluyendo un intento de voladura perpetrado en 1976. A partir de este año el pedestal quedó vacío durante casi un lustro, mientras la escultura sufrió sucesivas reparaciones y modificaciones, la primera de ellas hecha paradójicamente por González Macías que también acabó en polémica por su coste y resultado. En la actualidad, tras varias intervenciones a finales del pasado siglo, podemos verla casi fiel a su estado original, si bien se ha eliminado su pedestal y la dedicatoria que contenía.

Aquel Gijón al que llegó nuestra protagonista en 1970 vivía uno de los momentos más frenéticos de su historia, incluso el Sporting ascendió ese año a Primera División iniciando una de sus etapas más brillantes.

La población del concejo había aumentado en más de 60.000 habitantes durante la década de 1960 que ahora finalizaba, aproximándose a los 190.000 residentes, y Gijón se consolidó definitivamente como la mayor ciudad de Asturias.

Industrialmente el protagonismo recaía en la finalización de la acería Uninsa en Veriña, cuyo primer horno alto se encendió ese mismo año, pero también se esperaban los efectos del recién creado Polo de Desarrollo de la zona central de Asturias. A esto se sumaban el puerto de El Musel en plena ampliación y el sector de la construcción naval iniciando el periodo de su mayor actividad histórica, por lo que las perspectivas económicas eran prometedoras y ni por asomo se vislumbraba la crisis que vendría a partir de 1973.

Crecimiento desaforado

En pleno desarrollismo, Gijón llevaba un lustro en un proceso de crecimiento urbano tan desaforado como lesivo para el interés público, un periodo definido oficialmente como tiempo de progreso y modernidad pero que, en realidad, protagonizó la especulación amparada por una vergonzosa complicidad municipal. Un Ayuntamiento al que los tribunales tumbaban sus planes urbanísticos y que a la vez asumía los estudios "ad hoc" de los promotores que aseguraban que edificios de 12 y 14 alturas en la avenida de Rufo Rendueles nunca darían sombra a la playa. Aquel despropósito interesado no hizo de Gijón una ciudad mejor y dejó lastres de los que no nos desharemos nunca.

Y el desastre aún pudo haber sido mayor. En ese mismo año de 1970 se tramitaba la disparatada iniciativa promovida por el municipio para abrir una autovía urbana desde el paseo de Begoña hasta la plaza del Marqués, la llamada poco después "avenida imposible", un proyecto que no solventaba ningún problema esencial de la ciudad y que implicaba la demolición de edificios como La Iglesiona o el Antiguo Instituto junto a casi un tercio del ensanche jovellanista y que en su paroxismo llegó a plantear levantar una veintena de rascacielos entre las calles San Antonio, Corrida, Jovellanos y Cabrales. Por fortuna aquella mutación de Gijón en Benidorm resultó verdaderamente imposible.

Salvando las principales calles y plazas del centro urbano, la playa de San Lorenzo con sus casetas multicolor durante el estío y el vergel del parque de Isabel La Católica ya en pleno apogeo, la ciudad era en su mayor parte inhóspita, acosada por deficiencias de todo tipo -educativas, sanitarias y ambientales sobremanera-, con barrios infradotados de equipamientos básicos y estaba rodeada por una extensa franja periurbana trufada de descampados, chabolas, polígonos industriales inconexos y ríos y arroyos convertidos en cloacas. Como referencia significativa, Cimavilla era prácticamente un gueto plagado de infraviviendas e incluso su construcción más significativa, el palacio de Revillagigedo, comenzaba a amenazar ruina. De hecho se pretendió que inicialmente el "Monumento a la madre del emigrante" se ubicase en el flanco occidental del Cerro, algo que hizo imposible su uso como recinto militar pero también el que entonces fuese un paraje atroz ya que gran parte de las basuras del barrio y de la fábrica de conservas Ojeda se vertían directamente al mar desde las inmediaciones de la Casa de las Piezas y un colector desaguaba a escasa distancia.

Desterrada de la urbe

En aquel Gijón de 1970 El Rinconín mantenía aún carácter semirrural, era un pequeño paraíso. A partir de los merenderos El Pery y La Florida las únicas construcciones relevantes eran una antigua fábrica de jabón cerrada, el Sanatorio Marítimo casi limitado a su edificio original y la casa de Rosario de Acuña. Apenas una decena de chalés había en la zona mientras lo más novedoso era el camping del Cervigón abierto en 1962. Gran parte de los terrenos colindantes con la costa eran prados y maizales y en las playas y calas el número de usuarios aún era anecdótico ya que el paseo marítimo que se había prolongado hasta ellas no se había finalizado hasta 1968.

Inicialmente ese emplazamiento para la escultura era provisional, descartados El Musel y Cimavilla se había apuntado a que su destino definitivo iba a estar en La Providencia o en la zona del Cervigón de manera que fuese visible desde la ciudad. Pero lo provisional fue definitivo y, sí, ese era su sitio.

Finalmente nuestra "lloca" vino a ser en aquellos años setenta lo que Rosario de Acuña había sido en los años diez y veinte: una ilustre marginal desterrada de la urbe; la librepensadora por propia voluntad y la estatua por coyuntura, pero ambas dejaron marcado el espacio en el que se ubicaron constituyéndose en parte de la toponimia local. Arte y territorio se fusionaron y ese tramo de costa lleva ya indeleblemente nombre de mujer mientras ella, "la lloca", escudriña ensimismada el horizonte del Cantábrico desde hace ya casi medio siglo.

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