Lo mismo que el organismo dispone de mecanismos que le defienden de elementos extraños y, al mismo tiempo, le sirven para mitigar disfunciones perjudiciales y dolorosas internas, así el psiquismo genera mecanismos para defenderse tanto de situaciones amenazantes externas como de sus impulsos o deseos y de los propios afectos que desestabilizan su vida anímica. El individuo, mediante la instancia psíquica conocida como el "yo" -constituida por la conciencia y "contenidos inconsciente del yo"-, moviliza la energía psíquica en su adaptación a la realidad, una realidad humana que lo es de normas y leyes restrictivas, realidad en frontal oposición a las tendencias impulsivas y hedonistas del individuo.

En esta adaptación -nunca definitiva ni estable- el individuo, para alcanzar el triunfo, debe imponer el orden entre las diversas instancias psíquicas siempre en conflicto entre sí, de un lado, y a éstas con la realidad. El individuo se ve a sí mismo instalado en la conciencia o "yo", con sus propias expectativas o "ideal del yo". Esta otra instancia psíquica -ideal del yo- ha sido erigida por el "yo", mediante las transformaciones por él llevadas a cabo en los elementos de la instancia psíquica más primitiva o "ello" -sede de los impulsos irracionales-, transformaciones realizadas en conformidad con los imperativos y escrúpulos morales o "super-yo". La conciencia moral, a su vez, es erigida en conformidad con las exigencias llegadas del mundo exterior o "principio de realidad", e interiorizadas por el individuo.

La vida anímica es -por así decir- el escenario donde concurren las instancias psíquicas, en relación antagónica, dispuestas a doblegar al mediador o "yo", cuyo destino es poner orden y armonía entre ellas. En este escenario, el individuo busca formas de protegerse de las fluctuaciones y perturbaciones anímicas y, así, evitar el sufrimiento o "displacer" que conlleva la acomodación de la vida psíquica a la realidad. Los mecanismos de defensa son, pues, los recursos a los que acude el "yo" para protegerse de la angustia o temores, que despiertan bien las exigencias de los impulsos bien las amenazas que pueden llegarle del entorno -por no dominar aquellos o por su deficiente o incorrecta adaptación a la realidad-, bien por las exigencias de los imperativos y escrúpulos de la conciencia moral. Efectivamente, el "yo" es continuamente zarandeado -por así decir- por "los peligrosos estímulos instintivos", que se resisten a ser doblegados, reprimidos, y, al mismo tiempo, por el deber moral, cuya estricta observancia esperan padres, educadores y la sociedad toda, así como la versión interiorizada de este deber o "super-yo".

Cuando el "yo", mediante los mecanismos de defensa, no consigue sus propósitos, las perturbaciones que el individuo puede sufrir, cuando fracasa con "los peligrosos estímulos instintivos interiores" o "ello", son bien la "histeria", bien la "neurosis obsesiva"; si el conflicto es con la conciencia moral o "super-yo", el desajuste se puede presentar como "melancolía", y si lo es con la realidad, con el mundo externo, los síntomas pueden presentarse bien como "fobias", bien como "inhibición", bien como "neurosis de angustia".

El caso "la joven educadora" -tomado de la literatura clínica- ilustra la referida lucha del "yo contra ideas y afectos dolorosos e insoportables". Hija de una familia numerosa, es ella la segunda, precedida de un hermano varón y seguida de otro varón y al que siguieron otros nacimientos. Ante lo considerado como proezas de los hermanos varones e inalcanzables por ella misma, dada su naturaleza femenina, más lo que ella considera privilegios reconocidos a éstos por su condición de varones, la niña acaba acogiendo a la envidia en su corazón. A esta circunstancia viene a añadirse el sentimiento de "príncipe destronado", consecuencia de los "repetidos embarazos de la madre". Ambos sentimientos, envidia y celos, van a ir asociados al de odio a la madre, a quien, inconscientemente, culpa de su infelicidad ("displacer"). Esta situación, de por sí dramática, es más compleja al sentir la joven un intenso amor por su madre. La mala conciencia -por así decir-, generada a raíz de los afectos negativos y su conducta hostil ("salvaje indisciplina y rebeldía") con la madre hace si cabe más borrascosa la vida anímica de la niña. Esta atormentada vida afectiva es la causa de su sentimiento de angustia. La cría se culpa del odio sentido por la madre, "de sus prohibidos deseos de venganza", lo que le hace temer que ésta le pueda retirar su amor.

El modo como el "yo" de la niña intenta resolver el conflicto, por ambivalencia afectiva con la madre, recuerda a los dramas representados por las princesas y las madrastras en los cuentos de J. y W. Grimm. El "yo" de la niña mantiene el amor a la madre y, al mismo tiempo, el odio es "desplazado" a una persona, también de sexo femenino, encontrando así alivio al intenso sentimiento de culpa. Sin embargo, este mecanismo de defensa, por desplazamiento del afecto negativo (odio), no acaba con el sufrimiento, como muestra el informe clínico. El odio proyectado hacia su entorno lo dirige sobre sí misma, torturándose con reproches y, a partir de este momento, un profundo sentimiento de inferioridad se apodera de ella, subordinando ahora "sus personales exigencias a la de los demás".

Al no ser eficaz este mecanismo de introyección, el "yo" de la niña recurre al mecanismo de "proyección", como forma de hallar alivio al sentimiento de culpabilidad. Ahora pone el odio en los demás y pasa a verse a sí misma como la "odiada, humillada o perseguida".

Es ya adulta cuando acude a consulta en busca de ayuda. Hasta entonces, pese a todos los esfuerzos defensivos desplegados (introyección-proyección), no había conseguido poner fin al sentimiento de angustia y de culpabilidad y hallar paz en su vida.