Dimite el ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo. Dos años y once días de mandato, y nos queda una lectura en clave política, además de un nuevo panorama en la desastrosa situación de la administración de justicia.

l Clave política. En un corto periodo de tiempo acumuló el Ministerio una huelga de funcionarios que sí atascó la justicia, una de secretarios y otra de jueces, más novedosa que dañina en términos de servicio público, pero muy noticiable y simbólica. Injerencias del Ejecutivo en el Poder Judicial, negociaciones estancadas y una especial habilidad para concitar sobre sí el enojo de propios y extraños, de políticos y jueces, que desesperaban ante un estilo duro y sin miramientos del que ya había hecho gala en su época de fiscal (polémica con Michavila y diferencias con Jesús Cardenal) y que quizá fuera uno de sus activos más importantes para llegar al Ministerio. No era un desconocido.

Pero lo anterior, más que debilitar al Ministro, pareció apuntalarle, hacerle más fuerte y perpetuarle en el cargo; apartarle suponía reconocer en parte razón a quienes se revolvían y un error a quien lo designó. Su actitud de enfrentamiento con los jueces, calificados de señoritos, intocables, privilegiados, etcétera, parecía sintonizar con un sentir no tan minoritario en la sociedad española. Algo sobre lo que nosotros, los jueces, deberíamos reflexionar, y mucho: la actitud del Ministro reflejaba la de gran parte de los españoles hacia la judicatura.

Sin embargo, da la sensación de que ha sido una cacería en la que coincide con un juez, y la incidencia que a través de los medios pueda tener en la dialéctica política, lo que ha hecho caer en desgracia a Bermejo. Curiosa forma de entender la política la que tenemos en nuestro país. Una cuestión de estética y de formas -desde luego, muy poco afortunada- puede llegar a ser más importante que razones de fondo que afectan al funcionamiento de un poder del Estado, precisamente el que debe garantizar los derechos de todos los ciudadanos.

Con las elecciones gallegas en el horizonte inmediato, se nombra a Francisco Caamaño, un coruñés de pro que luce un impecable cartel de general respeto por sus virtudes negociadoras ni más ni menos que en una cuestión tan sensible como los estatutos de Autonomía, y valorado incluso por los adversarios políticos.

Lo dicho al comenzar estas líneas: estrábicos nos hipnotizamos mirando la roña que colorea la uña del índice que apunta a una foto, sin detenernos en la imagen en sí misma, embelesados como estamos con la cacería. Algo frecuente, por desgracia, en el tratamiento de las noticias de tribunales. La que ha motivado la presente, la investigación de la Audiencia Nacional, desde luego, no debió salir a luz pública, ya que se afecta gravemente a ciudadanos violando el secreto de sumario o, en su caso, la reserva en la instrucción de las causas penales. Pero cuando existen, tendemos a desviar la atención de lo importante a lo anecdótico, y cuanto más visos de sainete tenga, mejor. A nosotros lo que nos gusta es Berlanga y su «Escopeta nacional». Señores, que no cunda el pánico: España sigue siendo España, no se rompe, y mantiene su esencia.

Recordamos el escándalo en su día vivido en USA respecto a unas petroleras, un vicepresidente, una cacería, en este caso de patos, y el comentario del juez Antonin Scali, que venía a decir que si alguien pensaba que con unos patos se compraba a un magistrado, o se concluía en uno u otro sentido una investigación criminal, desde luego, tenemos un severo problema de confianza en nosotros mismos y en nuestro sistema.

l Nuevo panorama en la administración de justicia. Las asociaciones judiciales saludan con esperanza el cambio. El propio Ministro, en un gesto de «hombre de Estado», se reconoce quemado e invalidado como interlocutor para dar salida a la crisis judicial. Caamaño ha brillado entre bambalinas, demostrando esa genética habilidad gallega en la negociación en un campo minado y de sensibilidad a flor de piel: la de la configuración del Estado, que, sin dudar, califica de federal, por lo que hay expectación sobre el modo en que abordará las relaciones Poder Judicial / Tribunal Supremo con las comunidades autónomas. Ha conseguido mediar con éxito en uno de los puntos donde más agria se vuelve la política nacional en los últimos tiempos. Sus credenciales nos hacen albergar esperanzas. Un hombre de diálogo y moderado. Lo que se esperaba y se reclamaba.

Pero no nos engañemos, la situación al ministro saliente le vino en gran parte dada. La desatención de la justicia, la cenicienta de las administraciones, es tradicional, y, lo que es más grave, asumida como normal, abandonándola a la suerte de los esfuerzos personales de quienes la sirven sin dotarla de los medios adecuados. La injerencia de muy destacados miembros del Ejecutivo no puede imputarse al debe personal del Ministro. La paralización del anterior Consejo General del Poder Judicial y la gestación del actual tampoco. La inhibición de las comunidades autónomas con competencias en materia de justicia ha pasado prácticamente inadvertida. Y todo este cúmulo de factores ha llevado a la situación actual. Sin embargo, el detonante para el cambio de titular en el Ministerio ha sido algo tan prosaico y castizo, objetivamente considerado, como una montería.

Este estado de cosas se mantiene; sólo se ha cambiado a una persona. Lo demás permanece. Pese a todo, queremos ver en el gesto un mensaje, una escenificación de cambio de actitud. Esperemos que el nuevo ministro prosiga lo positivo en el trabajo desarrollado por su antecesor, que no fue tan paupérrimo como se quiere hacer ver desde algún sector: plan de modernización de la justicia, supresión del traslado forzoso por ascenso de los jueces, nueva Oficina Judicial adaptada a su tiempo.

Hay esperanza.