Benedicto XVI ha pronunciado en Edimburgo una autocrítica sobre el nefasto encubrimiento de la pederastia de una legión de clérigos impunes. Aquí, en Bruselas, la comunidad católica y la sociedad en general están revolucionadas contra cuatrocientos casos sangrantes de perversión repudiable que no merecieron ni adecuada investigación ni, por supuesto, su castigo. Un destacado miembro de la fiscalía belga sostiene que los delitos no prescriben mientras perduren secuelas en innúmeras víctimas. En Asturias el caso más sonado y vergonzoso, del que yo haya oído, aunque, dada la época, no llegó a los medios, fue el del novelista José Luis Martín Vigil. Creo que vive aún, desterrado canónicamente de Asturias desde mediados los sesenta. Antes fue excluido de la Compañía de Jesús pero acogido en la diócesis ovetense y en la parroquia de San Juan el Real, respetables instituciones que sin duda no contaron con suficiente información.

El citado sacerdote asediaba a muchos jóvenes, algunos, de mi pandilla de Salinas, curiosamente solar dulzón de sus creaciones de infraliteratura, por llamarlas de alguna manera. En el padre Emilio González Alfonso, de la Orden de Predicadores, y en Manuel Álvarez-Buylla, luego alcalde, tuvo Martín Vigil dos personalidades que, entre otros, le hicieron frente en Oviedo. Cuando el rumor se hizo clamor, por fin fue denunciado frontalmente a don Vicente Enrique y Tarancón, arzobispo de Oviedo, que lo echó de Asturias en un intento de evitar la propagación del escándalo.

La lacra de la pederastia se erradica mejor desde la autocrítica, todavía insuficiente, pese a las palabras escocesas encomiables del Papa. Aquí, en Bruselas, así parecen. Parecía también haberse olvidado la maldición que ya estaba en el Evangelio de San Mateo: «Pero al que escandalice a uno de estos pequeños, más valdría le colgasen al cuello una piedra de molino que le hundiese en el fondo del mar». El muro de silencio que hubo se resquebraja irreversible e imparablemente, sin que valgan contemplaciones.

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