Comienza hoy el Adviento, tiempo litúrgico que comprende cuatro semanas que anteceden a la fiesta de Navidad. En este tiempo la Iglesia nos presenta una serie de personajes, cuyo ejemplo es un modelo a seguir por todos nosotros: Noé permanece impasible ante las burlas de sus vecinos y hace caso a la Palabra de Dios. Gracias a su confianza en Él logran salvarse él y su familia de perecer en el diluvio. Abrahán no comprende la acción de Dios, que le ordena ofrecer en sacrificio a su propio hijo Isaac, cuando le había prometido que sería padre de un pueblo. Confía en Dios y ve compensada su confianza por la sustitución de su único hijo por un carnero para la ofrenda del sacrificio. Isaías, el profeta, lleva la esperanza al pueblo prometido, le devuelve la ilusión y la esperanza. Juan el Bautista invita a la conversión y a la penitencia.

El Adviento es una actitud de la persona, una invitación permanente a la esperanza. La decepción es una de las enfermedades de la esperanza. Vemos el futuro más como una amenaza que como una promesa. Muchas ilusiones se han convertido en decepciones.

Sin embargo, el profeta Isaías nos invita a la esperanza: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas, no alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán en la guerra».

El Adviento es un tiempo de espera activa. No podemos esperar simplemente el futuro, hay que hacerlo. Todo anclaje en el pasado es un pecado contra la esperanza. Nuestra actitud no es la postura de brazos caídos, a la espera pasiva de los acontecimientos. Es la postura del vigía, la atención vigilante, la tensión atenta del centinela: «Vigilad, pues no sabéis ni el día ni la hora».

El mensaje central del Adviento es recordarnos que Dios ama al mundo y nos envió a su Hijo como prueba irrefutable de ese amor.

El clarinazo con que abre el Adviento -«estad preparados»- debe sacudir nuestras conciencias dormidas. Debemos estar atentos, oír los gritos de la calle, pulsar las aspiraciones de los hombres, ayudar a los marginados, sin pasar de largo esquivando su presencia, trabajar con humildad para llegar al diálogo y a la paz.

La Iglesia tendrá sentido y será escuchada y aceptada cuando deje de buscar el poder y el dominio y se ponga al servicio y a la difusión honesta, leal y libre del Reino de Dios.