Llegaba a mediodía, puntualmente, a aquella vieja casa de una plaza que en su centro tenía un transformador disfrazado de farola y alrededor jardines con palmeras. Subía lentamente la escalera, cogido al pasamanos de madera, el mismo que, a hurtadillas, usábamos los niños como tobogán. Eran años difíciles, pero no lo sabíamos, pues a nuestros pocos años creíamos que la vida tenía que ser así y no de otra manera.

El visitante de los viernes nos parecía ancianísimo, aunque puede que fuera solamente mayor y algo deteriorado por las adversidades de la guerra reciente, la falta de familia, la ausencia de trabajo y de recursos. Llevaba un raído abrigo gris, que habría sido elegante, un sombrero de fieltro que levantaba al saludar, lazo de pajarita y un bastón.

Sé que me impresionaban vivamente sus correctos modales de hombre bien educado, su melancólica sonrisa y el gesto agradecido hacia mi madre, jovencísima viuda, que siempre le servía con afecto y respeto un plato de comida y un pedazo de pan.

Era, como quien dice, un pobre fijo, como la de los martes, una mujer de edad indefinida, con acento sureño y vestir descuidado, que prefería llevarse un bocadillo destinado a un misterioso aspirante a comensal de su particular afecto. El resto de los días de la semana no solían faltar más pobres eventuales o interinos, que eran siempre atendidos según lo permitía la modestia de una familia a la que el gran conflicto había dañado a fondo.

Con esa especie de instinto selectivo de los niños, a veces algo cruel, recuerdo que sentí más compasión por el pobre del viernes que por la de los martes. Era injusto, lo sé, pero la situación de aquél me parecía aún más dolorosa por haber sido despojado de una vida más próspera y feliz, y que por eso unía a su situación menesterosa el vacío de la ausencia y la amarga añoranza del buen tiempo perdido.

El viento de la vida se llevó aquellos años recios en los que, pese a todo, los niños fuimos felices jugando en plena calle con pelotas de trapo y chapas de cerveza. Y en Navidad y Reyes, contentos con algo de turrón, juguetes de hojalata y revoltijo. La clase media-baja -porque no la había alta-, gente sencilla y además cristiana, había sido en la guerra y después de ella el chivo expiatorio.

Recordaba estos hechos tan pasados -que los chicos de hoy no suelen comprender- porque vuelve a crecer en nuestras calles la mendicidad, aumenta la pobreza vergonzante, un millón de familias ya carece de ingresos porque todos en casa están en paro, los recortes sociales son y serán brutales y el Presidente anuncia que hay por delante cinco años de travesía del desierto, que serán muchos más.

Ahora empieza a estar claro que en las últimas décadas hemos vivido en Jauja, gastando demasiado y disfrutando de un excesivo bienestar a costa de un futuro que nos pasará cuenta.