Las efemérides de un 2018 en su recta final casi están pasando desapercibidas. Sólo la visita de la Familia Real el pasado 8 de septiembre a Covadonga, evidenciando la relevancia que los Reyes otorgan a los 1.300 años del Principado y los centenarios de la coronación de la Santina y del parque nacional de los Picos de Europa, contribuyó a que los actos no acabaran sin pena ni gloria. Pero de todos los aniversarios históricos para recordar en este año mágico, hay uno orillado por completo: los 25 años de la muerte de Severo Ochoa. El Nobel no recibió en vida, ni en su país, ni en su propia tierra, un reconocimiento acorde a su figura. La sociedad olvidó su gigantesco legado científico. Una injusticia y un error.

El último viaje de Severo Ochoa a Asturias, para el descanso definitivo mirando al mar en el cementerio de su Luarca natal, al lado de los restos de su esposa, Carmen García Cobián Álvarez-Nava, resultó una metáfora perfecta de su vida. El coche fúnebre completó desde Madrid un recorrido de seis horas en la más absoluta soledad, como contó entonces en exclusiva LA NUEVA ESPAÑA tal día como hoy de hace 25 años. Algunas personas aún recuerdan el susto de encontrar aparcada la funeraria llena de coronas en un restaurante de Castañedo, en la carretera al Occidente por La Espina, mientras el conductor almorzaba.

Muerte y vida, tan unidas. De la vida habló durante muchos años el científico luarqués a sus alumnos de la New York University en la primera clase de cada curso. "Para la mayoría de los científicos", escribió, "la vida es explicable casi, si no en su totalidad, en términos de la física y la química. Eso no quiere, sin embargo, decir que sepamos lo que es la vida. ¿Lo sabremos jamás?". Sus investigaciones abrieron un camino apasionante para decodificar parte de la información que cada ser vivo lleva escrita en los genes. En sus ensayos hallamos la raíz de los avances que permitieron considerar la célula como contenedor de datos reeditables y manipulables, ordenándolos, clasificándolos, cor-tándolos o pegándolos para reprogramar sus funciones o para reparar sus daños.

Su vinculación con Asturias, estrecha en la recta final, permanece asociada a simpáticas anécdotas de carácter trivial -los paseos por las brañas valdesanas a toda velocidad en un coche blanco, las estancias veraniegas en la escuela de verano de La Granda- y no al aprovechamiento de un sabio en la madurez intelectual como emblema para relanzar la investigación. Más allá de su tumba y de su nombre asociado a un hospital, a algún centro escolar y a unas becas, apenas queda huella hoy del científico. Y si ya resultó descorazonador perder el legado material, sus objetos, su casa, sus papeles, sus libros, más triste es no haber sabido convertir a Ochoa en el preceptor de nuestra ciencia.

Investigar en Asturias es llorar. Esta semana acaban de desaparecer dos grupos científicos porque los catedráticos que los dirigían se jubilaron y carecen de relevo. La mitad de cada equipo investigador tiene que estar integrada por doctores. Y no existen. Un infierno de burocracia y penurias causa un vacío generacional. Los graduados que inician la tesis acaban emigrando por las dificultades para conseguir aquí empleos estables. Muchos de los que logran la habilitación como catedráticos llegan a retirarse sin haber ocupado la plaza. Grupos de trabajo que necesitan millones para desarrollar sus proyectos reciben ayudas de 50.000 euros. Emular en estas condiciones hostiles a la élite innovadora constituye una heroicidad de robinsones peleando por salir de una isla. La carencia de producción científica aleja a la Universidad de su principal valor, ser útil a los ciudadanos, convertir su depósito de conocimiento en algo práctico

De estos asuntos sólo habrán oído hablar en la Junta para proponer, como magna contribución al aniversario, que el ahora aeropuerto pase a llamarse Severo Ochoa. La tragicómica realidad contemporánea asturiana. Lo peor no es olvidar las aportaciones del prócer luarqués a la bioquímica, ya obviamente superadas, sino renunciar a trasladar a las nuevas generaciones, desde la pedagogía que le corresponde a la política, las cualidades que le encumbraron: la determinación, el mérito, el esfuerzo, el sacrificio, la constancia, el cosmopolitismo, el análisis sin prejuicios.

Fue la admiración por los descubrimientos de Ramón y Cajal lo que lanzó a Ochoa hacia la medicina. Aquel estudiante impresionado por el gran neurohistólogo soñaba con asistir a sus clases. Nunca lo logró, pues el año en que accedió a la Facultad, el profesor, septuagenario, acababa de jubilarse. Gracias a esa fascinación por un erudito, Asturias puede enorgullecerse de contar con el único compatriota galardonado por la Academia sueca. Los jóvenes tienen en Ochoa otra trayectoria ejemplar a imitar. Quién sabe, quizá la vocación del próximo Nobel de la región habría despertado si la remembranza en este cuarto de siglo de ese magisterio, comparable al de Cajal, no hubiera quedado en la penumbra.