Hace algunos años, un alcalde español que cambiaba de partido político por tercera vez justificaba ante un periodista su transfuguismo con una respuesta que deja pocas dudas: “Mire usted, yo nunca he cambiado. Yo siempre he querido ser alcalde”. La frase resume el verdadero espíritu de un tránsfuga: mantenerse en el cargo y adueñarse de unos atributos que los ciudadanos le otorgan a su partido, y no a él.

El transfuguismo es una estafa a los ciudadanos. Lo es en un sistema electoral como el nuestro, de listas cerradas, en el que los votantes dan su apoyo a una formación en la que se integran personas a las que, en muchos casos, ni siquiera conocen. Es sencillo: nos apoyan por dónde estamos, no por quiénes somos.

Es comprensible que un diputado o un concejal abandonen un partido, bien porque ellos han cambiado, o porque consideran que lo han hecho los ideales o el rumbo de su formación. Lo que no es tolerable es que en esa huida se lleven consigo algo que no les pertenece, que es la condición de representante de los ciudadanos, el escaño y la retribución económica. Además, la experiencia nos dice que, en la mayoría de los casos, el tránsfuga que se aferra al escaño no abandona el partido por motivos de conciencia, sino por razones oscuras o espurias.

Es cierto que el Tribunal Constitucional ampara legalmente esa apropiación indebida del acta, pero también lo es que en cada sentencia hay votos particulares de magistrados que no están de acuerdo con la doctrina general, aunque, como el resto de los españoles, no tengan más remedio que acatarla. Existe un evidente divorcio entre la realidad política y la realidad jurídica sobre este asunto, seguramente porque la lealtad es un concepto político, no jurídico.

La ética, la moralidad y la dignidad deberían estar siempre por encima de la ley, o al menos no contradecirla. Tal vez por eso ha sido necesario el pacto antitransfuguismo, que los once partidos nacionales refrendamos en noviembre, y en el que nos comprometimos a no admitir en nuestras formaciones a quienes procedan de otro partido mientras mantengan el cargo conseguido en su formación original. El compromiso duró poco.

Provoca sonrojo el fariseísmo de algunos partidos que se rasgan las vestiduras cuando son los afectados, pero miran hacia otro lado cuando salen beneficiados. No tienen una voluntad clara de solucionar el problema del transfuguismo, sino que aparentan que quieren resolver un problema con supuestos pactos que son vulnerados al cuarto de hora de firmarse.

Y, como siempre, gritan más los que más tienen que callar. Lo vimos este miércoles en el parlamento asturiano. Hay quienes son incapaces de defender, si no es con voces, la compra de voluntades que se negocia en los despachos, enmascarada de proselitismo. El grito, la invención y la descalificación, son la salida de emergencia de los necios cuando se quedan sin argumentos.

Sabemos que el centro político es molesto para el bipartidismo, y más todavía para los extremos. Precisamente por eso es más necesario que nunca. Ciudadanos llegó a la política para aportar moderación, equilibrio y sentido común; para dar su apoyo a proyectos políticos y no a siglas. Y en ese centro político seguiremos, inclinando la balanza con acuerdos y no con prebendas. Cueste lo que cueste, y le pese a quien le pese.

La actividad política debería suponer siempre más renuncias que ventajas. Tendría que estar basada en la experiencia y el conocimiento de profesionales liberales de distintos ámbitos que aportan su talento y están de paso, y no en quienes llegan a ella sin oficio ni beneficio y pretenden echar raíces para siempre porque, a quien no tiene a dónde ir, le importa menos ir con los de la feria y volver con los del mercado si eso supone seguir caminando.

Se impone un acuerdo nacional para abrir las listas; para que los ciudadanos elijan y puedan dejar fuera a quienes les han traicionado o decepcionado. Y estamos obligados a legislar para que un tránsfuga que ha hurtado su escaño quede inhabilitado para concurrir de nuevo en una lista electoral. Porque la traición política y la compra de voluntades no pueden estar nunca por encima de las decisiones de los ciudadanos.