En el nombre del padre

Aurelio Menéndez, una de las grandes figuras del derecho español que ha dado Asturias

Aurelio Menéndez.

Aurelio Menéndez. / Ilustración: Pablo García

Javier Junceda

Javier Junceda

Aurelio Menéndez, una de las figuras del derecho español que ha dado Asturias, tenía padre comerciante. Tantos quebraderos de cabeza le provocaban las letras de cambio o los pagarés que, cuando su hijo hubo de elegir carrera, le animó a cursar derecho. Con la mente puesta en servir de ayuda a esas preocupaciones paternas, Menéndez acumularía matrículas de honor en el viejo edificio de la calle San Francisco, donde se licenció con Premio Extraordinario.

Su brillantez como alumno puso sobre aviso a otro de los grandes juristas nacionales oriundos del Principado, el entonces catedrático de Derecho Político en Oviedo Torcuato Fernández-Miranda, llamado después a protagonizar un papel crucial en las reformas que habrían de posibilitar el actual régimen democrático. Fernández-Miranda, que por aquellos tiempos ultimaba sus investigaciones sobre teoría del Estado y de la sociedad, reclutaría para su equipo a la joven promesa gijonesa, al que de inmediato encomendó el estudio de los autores de referencia en la materia, desde Jellinek a Hegel, pasando por los clásicos revolucionarios franceses o norteamericanos. De esa época data precisamente "La justificación del Estado", sesuda obra que le editaría a Miranda el Instituto de Estudios Políticos, en Madrid.

En ninguno de esos mamotretos que don Torcuato le había enjaretado a don Aurelio encontraba este sombra alguna de lo que desasosegaba a su buen padre en su modesto establecimiento. En aquellas inacabables páginas de filosofía política no había rastro de efectos comerciales o noticias sobre créditos, sino abstractas construcciones doctrinales sobre la mejor estructura del gobierno, algo sin duda de suma importancia, pero alejado de las inquietudes personales del que sería considerado como uno de los más insignes mercantilistas en lengua española.

Aunque al final de su vida el marqués de Ibias reconociera que dar cuenta de esos densos y gruesos volúmenes le había proporcionado una base institucional muy sólida, lo que más sentía era no haber logrado convencer a su primer maestro de su sincera y meditada decisión de dedicarse al derecho privado, por indudable influencia paterna. Torcuato Fernández-Miranda, en cambio, rumiaba que detrás rondaba el atractivo de la disciplina elegida por Aurelio Menéndez en términos de beneficio económico en contraste con la desechada, indudablemente menos fascinante en esos terrenos. Nunca lograría el discípulo persuadirle de su íntima verdad, alejada de cualquier interés no académico, a lo que hay que reconocer que contribuiría poco el enorme éxito que el bufete fundado por Menéndez y su mentor mercantilista Rodrigo Uría lograrían con los años, algo capaz de avalar las dudas del constitucionalista.

Lo que Aurelio Menéndez persiguió siempre era desentrañar los enigmas que agobiaban a su paterfamilias, dominándolos por sus distintos flancos. Y aprovechar para enseñar a las nuevas generaciones sus entresijos, porque era ante todo un docente vocacional, del que el actual monarca tuvo la fortuna de disfrutar de sabio y reposado magisterio. Cuando te contaba lentamente su azarosa etapa como fugaz ministro de Educación –en el que le agobiaba tener que decidir de inmediato temas que le gustaría haber analizado con mayor detenimiento– o de magistrado constitucional, insistía en eso: en su condición esencial de profesor que echaba de menos las clases y al que lo demás le costaba bastante asumirlo, ya fuera el ejercicio de la abogacía o sus otras numerosas responsabilidades extraacadémicas. De hecho, en el acta de concesión del Premio Principe de Asturias de Ciencias Sociales de 1994 se le hace entera justicia al recordar lo que en realidad fue: una extraordinaria personalidad universitaria, y un fructífero y generoso servidor público.

Pero, por encima de eso, fue un hijo para el que su padre constituyó una referencia vital permanente, hasta el punto de guiarle en su excelsa trayectoria volcada hacia el derecho práctico, el que soluciona los problemas y no se anda por las ramas.

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