Lo que hay que oír

Ave, oh AVE

Historias del viejo ferrocarril

Francisco García Pérez

Francisco García Pérez

Me confesaba Juan Benet que el viaje en tren y el consumo de alcohol modorro eran incompatibles. Lo descubrió una mañana en que tomó la línea que habría de llevarle, allá en los 60 del XX, desde León hasta Ponferrada. Aburrido de mirar por la ventanilla, inició una charleta con su vecino de compartimento, quien portaba en su chaqueta una generosa petaca de coñá saltaparapetos. Animados al inicio, eufóricos enseguida, ebrios después, fueron abducidos entrambos dos por un sueño tan contundente que les hizo abrir los ojos y ver con espanto no la ciudad berciana de su destino sino la orensana del Barco de Valdeorras. Sí, se habían pasado unos cuantos pueblos. Intentaron retornar a Ponferrada ya con una combinación tardía, pero el demonio de la fatalidad se les apareció en forma de un nuevo compañero de viaje, representante de cierta marca de pacharán corriente y harto dispuesto a compartir el licor. A lo que yo me vengo a referir es que los tres despertaron de la mona en la ciudad de León. Sí, se habían pasado otra vez unos cuantos pueblos. Y como bien decía Benet, su primer libro de relatos −"Nunca llegarás a nada"− debería haberse titulado con más propiedad "Nunca llegarás a Ponferrada".

Una anécdota alcohólica y ferroviaria le daría la razón, ya en el año 1973, cuando un compañero de universidad y un servidor retornábamos a las Asturias tras un par de jornadas en Madrid. Algo alegres ya al subir al tren, descubrimos que en los vagones no había agua que apagase nuestra sed y que el único bebercio disponible era una terciada botella de anís peleón (pleonasmo). Inconscientes −aún me avergüenzo y ruborizo muy mucho− insistimos hasta la imprudencia impertinente en compartir aquel brebaje con nuestras compañeras de compartimento... que eran dos monjas adoratrices y que terminaron por invocar no a Dios sino a la autoridad terrestre, que puso paz y a nosotros en La Robla. Cómo olvidar que la velocidad del AVE me impediría hoy la lectura aquella, en un solo trayecto, de "La saga/fuga de JB", mientras los viajeros protestaban, camino de Barcelona desde Galicia, del atropello que suponía el haberles reducido el tiempo del viaje a cambio de, encima, aumentarles el precio del billete. Y cómo saber el pedazo de memoria que ocupa el penacho de humo de la locomotora que llegaba a Grado, a mi infancia, procedente de Sandiche. O los pestilentes −calcetines fuera, ventosidades fuera, ronquidos fuera, eructos fuera, toses de Celtas cortos fuera− viajes nocturnos a Madrid en cabinas de seis literas, sin espacio para respirar hasta que conseguía uno cerrar los ojos un ratito, justo cuando −indefectiblemente, como si estuviera pagado por la RENFE a modo de atracción hispana turística pintoresca− un compañero de aquella sauna de vapor humano saltaba de su catre, subía o bajaba de un tirón la ventana de guillotina y gritaba a las tres de la mañana: "¡Venta de Baños!" Ocurría el vendaval helado segundos antes de que abriese su maleta, extrajese un untuoso y generoso bocata de chorizo, le metiese un viaje fiero, y balbuciendo con la boca llena ofreciese al respetable somnoliento y despertante un "¿Ustedes gustan?", que de solo recordarlo me abraza al antiácido.

Llega el AVE este mes, dicen, a Asturias. Y amén de la presente columna les regalaré un cuento más adelante. No hay nostalgias. Pero cómo no meditar sobre el paso del tiempo y el mudar de las costumbres, cerrando los ojos de pie en el monumental vestíbulo de la exquisita estación de tren Sirkeci de Estambul, lugar donde arribaba el mítico Orient Express y me hallo en este momento. Todo pasa, las mil leyendas, las docenas de historias que allí concluyeron nunca las generará el AVE de nuestros afanes, atiborrado de antimelodiosos móviles y de usuarios vocingleros con quienes vano es, aun en modo intento, trabar charla. Llega el AVE, a ver qué pasa: amanecerá Dios y medraremos.

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