Como un rajáu

El asturiano y los asturianismos de Lola Hevia

Gabino Busto Hevia

Gabino Busto Hevia

La parte más sustantiva del asturiano que sé la aprendí en Langreo/ Llangréu de mis padres y mi abuela materna. Como a partir de mi nacimiento mis abuelos ya habían muerto y mi abuela paterna residía en otro domicilio, el verbo asturiano me llegó a través de aquellas íntimas y entrañables voces. Ahora bien, considerando que mi padre, Delfín Busto, tenía que ausentarse sistemáticamente para atender sus obligaciones laborales, el asturiano más constante que recibí –en su variante central–, vino sobre todo de dos sabias y sensatas mujeres: por un lado, de la aludida güelina materna, Josefa Fuente, y por otro lado y en mayor medida, debido a una convivencia más prolongada en el tiempo, de mi madre, Lola Hevia. En este sentido, compruebo con cierta extrañeza que el importante papel de muchas mujeres en la transmisión de las lenguas autóctonas y minoritarias –como es el caso que nos ocupa–, no figura en los agitados y polícromos estandartes del ultra-feminismo, acaso por la reluctancia que ha suscitado en esa liga el papel tradicional de las féminas en la crianza de la prole.

Pues bien, al asturiano y a los perspicaces asturianismos de mi madre quisiera dedicar este artículo. Así, en consonancia con las circunstancias socio-lingüísticas que acontecieron en la Asturias de mi niñez y adolescencia, mi lengua materna resultó ser una mezcla de asturiano y castellano, que los filólogos conocen con el nombre de diglosia.

Lola Hevia, a pesar de encontrarse también bajo esa misma diglosia –aunque en menor grado–, ofreció una respetuosa e inteligente resistencia a las presiones que recibió, unas veces censurándole sin ambages su registro idiomático familiar; otras buscando generarle vergüenza en el uso de palabras o enunciados; algunas, en fin, intentando subrepticiamente el menoscabo o la humillación de su valiosa herencia cultural. Todos estos embates pretendían provocar un rechazo hacia la lengua que mi madre había recibido, como un tesoro, de sus mayores. Pero ni los funcionarios más represores; ni los oficinistas más arrogantes; ni los comerciantes más insolentes; ni los profesores más ignorantes; ni los curas más maliciosos; ni los médicos más insensibles y clasistas; ni ningún otro colectivo con cierta autoridad y estatus fue capaz de coartar o cohibir el asturiano de mi madre, aquel que venía oyendo desde la cuna.

Haciendo frente a estas rémoras, Lola Hevia utilizó a lo largo de su vida, sin prejuicios, sin intención de incomodar, sin ánimo de rechazar, sin pretensión de excluir, con tanta naturalidad como modestia, un asturiano no por amestáu menos eficaz, en el que latían unos niveles fonéticos y morfosintácticos de gran interés. Igualmente, hasta donde le permitieron las circunstancias de su vida, no hubo lexicón que la eclipsara. De esta manera, fueron muchísimas las palabras del asturiano que mi madre nunca dejó de usar, verbigracia, a vuela pluma y ordenadas alfabéticamente: abeya, ablana, afayadizu, afogar, argayu, arrebañar, arreblagar, bayura, blincar, boroña, bruxu, burgaya, calcañu, casadiella, chicharru, compangu, cuayá, cuquiellu, enfotu, escalecer, escarabayu, escarabicar, escocíu, esguilar, faltosu, fariñes, fartucar, fervichu, frayar, frisuelu, furacu, gata (en su acepción de oruga), guañu, gueta, güeyu, hombrín, llambión, llombu, maizón, mazcarita, merucu, migaya, molín, morrer, morru, nagüar, ñeru, ocalitu, orbayu, palombina, panoya, pencu, pescuezu, pesllar, pingadura, prestar, raposu, recostines, remangu, requemáu, semeyar, suañu, tená, variar, xarda, xarré, xatu, xelá (sin pérdida de la x), ximielgar, zampón, etcétera. Necesitaría casi todo este periódico –y más memoria– para recoger una parte medianamente significativa de las voces asturianas empleadas por mi progenitora. Lo cierto es que, año tras año, yo mismo pude comprobar cómo crecía en mi madre la concienciación acerca del valor patrimonial del asturiano y, en consecuencia, no resulta raro que Lola llegara a conectar intensamente con manifestaciones culturales posteriores a su generación, como ocurrió con las apasionantes canciones de "Nuberu" o los brillantes artículos de Monserrat Garnacho.

Mi madre formó parte de ese esforzado contingente que, en el ámbito de la cultura oral, alentó el asturiano día a día, y lo hizo enfrentándose, en su propia tierra, a la hostilidad de poderosos y nescientes, y al engorro de una situación lingüística incomprendida, desprestigiada y agónica. Fue una de esas personas que, en su humildad, no contaron con el amparo de los círculos intelectuales y académicos, y que, sin lecciones magistrales, sin tesis doctorales, sin proclamas, sin pancartas, sin carteles, sin divisas, sin oficialismos, sin doctrinas, intuyeron que el asturiano era una forma tan digna y singular de expresión e interacción con el mundo como la de cualquier otra lengua. Mujeres y hombres de Asturias, que no utilizaron nunca lo que les quedaba de su idioma vernáculo como arma política, instrumento de discordia, muralla fronteriza o lábaro de arrogancia. De todo ello podrían dar fe las familias que, procedentes de otras comunidades españolas, mantuvieron lazos de amistad con mi madre.

Para terminar, mientras algunos doctos no perdían oportunidad de trastocar el asturiano –generalmente castellanizándolo–, Lola tendía a asturianizar determinadas voces, especialmente extranjerismos, lo que da idea de la fortísima personalidad de la lengua que gozó del amparo de Jovellanos. De esta manera, concluyo con un ejemplo de grato recuerdo, que brindo a los ardidos asturfalantes y a los investigadores más heterodoxos. Consistió en la asturianización de rajá, que mi madre tornó, de manera natural, en "rajáu". Así, muy a menudo, me regalaba la fascinante frase: "¡Fiu, vives como un rajáu!".

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