Los vaivenes con la dieta

La relación entre el infarto y el colesterol

Martín Caicoya

Martín Caicoya

En la década de 1960 los investigadores que buscaban la causa de la epidemia de cáncer de pulmón se encontraron con que no había nada exclusivo de los pacientes con cáncer. Hasta entonces las causas eran, por definición, necesarias y suficientes. Si se encuentra en el esputo el bacilo de la tuberculosis, el sujeto, necesariamente, ha de sufrir tuberculosis pulmonar y no la puede sufrir si no hay rastro de ese bacilo. Así lo estableció el Koch con la ayuda de su suegro, el fisiólogo Henle. Pero Richard Doll, junto con Bradford Hill, al examinar los datos de su estudio sobre cáncer de pulmón en médicos generales de Inglaterra y Escocia, se encontraron que no había nada que separara precisamente a los que padecían cáncer de pulmón y a los que no lo padecían. Una de las hipótesis era el tabaco. Fumar se había convertido en un hábito casi universal entre hombre a partir de la primera guerra mundial. Se dice que porque en las trincheras repartían cigarrillos, ya entonces se había apreciado su capacidad hacer más soportables los padecimientos. Los veteranos regresaron a sus casas enganchados a la nicotina. Lo que vieron Doll y Hill es que había una diferencia altamente significativa en la prevalencia de tabaquismo entre los enfermos de cáncer de pulmón respecto a sus compañeros sanos. Pero había fumadores que no padecían cáncer y médicos con cáncer que nunca habían probado el tabaco ¿qué hacer? Pues romper con la idea de que las cosas en biología solo tienen una causa y que esa causa es suficiente. Así nace la idea de multicausalidad. Desde entonces se prefiere hablar de factor de riesgo: colesterol, la hipertensión, el sedentarismo, la diabetes, la dieta, la obesidad…

Los estudios experimentales entre grasas de la dieta y nivel sanguíneo de colesterol habían alcanzado una notable sofisticación precisamente en la década de 1960. El más famoso fue el realizado en Minneapolis, dirigido por Keys en el que participaba Grande Covián. Consiguieron que la universidad les permitiera experimentar con los enfermos psiquiátricos ingresados. Ahora eso está prohibido. Fueron modificando la calidad de las grasas de la dieta a la vez que extraían sangre para examinar la repercusión en el colesterol. De esa forma pudieron ver que los ácidos grasos saturados elevan el colesterol, pero no todos, solo los de cadena mediana. En realidad 3: mirístico, palmítico y esteárico. Los que tienen menos de 14 carbonos o más de 18 no influyen. Tampoco los monoinsaturados, como el oleico. Sin embargo, los poli-insaturados lo que hacen es rebajar el colesterol hemático. En cuando al propio colesterol de la dieta, tiene una influencia menor que los ácidos grasos saturados. Anderson, el bioquímico que formaba parte del equipo, diseñó una fórmula que en sus datos predecía el colesterol conociendo la ingesta de grasas y su tipo. La relación parecía mecánica. Lo mismo que la encontrada entre colesterol de la sangre e infarto de miocardio. El paso lógico siguiente fue aconsejar reducir el consumo de grasas saturadas, las que a temperatura ambiente no son líquidas, desaconsejar el consumo de aceite de oliva, pues no afecta al colesterol, y sustituir la mantequilla, grasa saturada, por margarina fabricada con grasas poliinsaturadas.

El primer, y más escandaloso, error de percepción fue no haber visto que hay varias clases de colesterol, según que lipoproteína lo transporte. Cuando la tecnología facilitó el examen de sus fracciones se vio que el ácido oleico efectivamente no modifica el colesterol total pero cambia sus proporciones: eleva uno que impide la formación de ateromas, esa sustancia que obstruye poco a poca las arterias.

El segundo fue no darse cuenta de que la saturación obligada de los aceites para forma margarina, aunque fuera en posición diferente, trans, conferían a esa grasa un potencial extraordinario de producir enfermedad coronaria. Esto último se descubrió cuando se miró con capacidad discriminatoria el efecto de la dieta en la enfermedad. Fue un baño de humildad. Además de hacer culpable a la margarina, se observó que la mantequilla no era tan mala como se predecía ni tampoco los huevos: ¿ Qué ocurre? Pues que la dieta es algo muy complejo y la relación entre dieta e infarto no circula solo a través del colesterol, sin duda un factor de riesgo. Ocurre que puede haber en ese alimento lleno de grasas saturadas otras substancias que frenan su papel destructor de las arterias. Lo mismo ocurre, como cabría esperar, con la grasa de la leche.

Efectivamente, siguiendo la lógica de la relación grasa, colesterol, infarto, se ha recomendado consumir leche bien desnatada o semi. Lo mismo con el queso. Pues las revisiones realizadas en los últimos años apuntan a que son más saludables los lácteo grasos, quizá porque al desnatar se extraen otras sustancias que frenan el potencial aterogenizante de la grasa y favorecen en general la salud. El problema es que son más calóricas: su consumo frecuente ayuda a ganar peso. El equilibro es complicado.

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