Más allá del Negrón

Necesidad de silencio

Vivimos en un tiempo dominado por la palabrería y el ruido

Juan Carlos Laviana

Juan Carlos Laviana

Muy atronador ha de ser el ruido al que estamos sometidos como para que se alcen tantas voces reivindicando el silencio. Ya no sólo se trata de un ruido físico, medible en decibelios, sino de un ruido metafórico, mucho más molesto, procedente de este estado de enfrentamiento, de queja permanente, de eso que llaman polarización, que aunque se manifieste en susurros, taladra los oídos. Suena como un zumbido de fondo, que está tan incrustado en nuestros oídos que ya ni parece un ruido. Ocurre como con los acúfenos de los sordos, esos enloquecedores sonidos interiores que solo se alivian con ruidos más fuertes.

No es un problema de ahora, aunque ahora parezca sonar más alto. Hace muchos años que hablamos de la contaminación acústica. Que se viene advirtiendo de los peligros de oír la música a todo volumen. Aún recuerdo cuando nos pegábamos a los bafles de las primitivas discotecas para sentir la vibración en todo nuestro cuerpo. La cosa empeoró con la llegada y perfeccionamiento de los auriculares. Ya es difícil ver alguien por la calle sin el pinganillo blanco que le une a saber qué mundos exteriores o interiores.

Ya no sabemos qué es estar en silencio, qué es el silencio. ¿Cuánto hace que no oímos el sonido del silencio? Y no me refiero a la canción de Simon & Garfunkel. Entre esas voces que reivindican el silencio llama poderosamente la atención la de Pablo D’Ors, cuyo ensayo "Biografía del silencio", con más de 300.000 ejemplares vendidos, lleva 34 semanas entre los libros más vendidos. El padre D’Ors propone insuflar nuestras vidas de contemplación, de silencio que nos permita concentrarnos en la exploración de uno mismo. Tan lejos ha llevado su propuesta, que en 2014 fundó la asociación Amigos del Desierto, cuyo propósito es profundizar y promover la práctica contemplativa.

Un sabio y veterano pintor de 92 años, como el canario Cristino de Vera, llamaba la atención la semana pasada sobre que "ahora se ha puesto de moda una cosa que ya hice en mi primera exposición, el silencio". Explicaba que "Zurbarán era mi maestro, lo estudiaba y me servía. entendía su silencio". Y añadía misteriosamente que "ahora hay como una secta que se llaman Los Callados, los que no hablan, imitando un poco a los monjes trapenses".

Los Callados deben de ser un poco como la familia del último Nobel de Literatura, Jon Fosse, fervientes cuáqueros que creen en el silencio. "Se sientan en círculo para convocarlo, nadie dice nada –describe el dramaturgo–. Y, de repente, uno siente una inspiración para decir algo, y lo hace. Si no, es solo una reunión silenciosa hasta que la autoridad del grupo decide que es suficiente y se levanta. Así celebran sus funerales, bodas y bautizos, silenciosamente". No sé si por eso, pero Fosse se acabó convirtiendo al catolicismo.

Cada vez que oigo la palabra silencio la asocio a aquellos escasos festivos en que callaba el "Lavaderón" de El Entrego. Se hacía un silencio tal que dañaba los oídos, atronador, desasosegante. Nunca he vuelto a sentir un silencio más profundo. El "Lavaderón", como su nombre indica, era un enorme lavadero de carbón. En él confluía todo el mineral extraído en los valles vecinos, se separaba de la tierra, se lavaba hasta dejarlo tan brillante como los chorros del oro. Quienes vivíamos a su alrededor estábamos regidos por los sonidos de aquel gigante que jamás dejaba de rugir, de emitir ese sonido constante y agónico de la apnea del sueño, que parecía tener vida propia. Era como el Castillo de Kafka para los habitantes de Praga. Hasta que un día lo derribaron y exhaló su último suspiro. En su lugar levantaron un centro comercial, pero no sonaba igual.

Cuando uno no ha oído otra cosa que un ruido constante, el silencio –la ausencia de sonido– asusta. "Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio", escribió Benedetti. Nos han acostumbrado a vivir con tanto ruido ambiente, con tanto vocerío, tanta algarabía, tanta jerigonza que no soportamos el silencio. Vivimos hipnotizados e idiotizados por el ruido. Asediados "por la voracidad, la impertinencia y el egoísmo de esos intrusos a los que André Maurois llamaba, en su ‘Arte de vivir’, cronófagos". Esos que nunca se callan y se alimentan del tiempo de los demás.

Parece broma, pero hace poco un periódico publicaba una curiosa noticia sobre un investigador italiano, un tal doctor Luciano Bernardi, que intentaba comprobar cómo la música afectaba a nuestros sistemas respiratorio, cardiovascular y cerebrovascular. No obtuvo los resultados previstos, ya que se puso de manifiesto que el estado de máxima relajación se producía en los espacios programados entre canciones. Es decir, que las personas estaban más calmadas cuando había silencio total. Así, que mejor nos callamos.

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