Opinión | La espiral de la libreta
Un mediodía común y luminoso
Las cosas que pasan cuando parece que no pasa nada
Aguardo a un par de amigos sentada en la terraza de un bar de los de toda la vida, entre Sant Antoni y la embocadura del viejo barrio chino. Llevo un libro en el bolso por si acaso, por los trayectos y las esperas, los diarios que escribió Yorgos Seferis, el poeta griego de Esmirna, durante sus años de soledad londinense, lejos de los olivos y el azul del Egeo, cuando especulaba con que, de ser cierta la teoría de la adaptación al medio, la lluvia constante tendría que haber transformado a los ingleses en ranas.
Aquí, en este rincón mediterráneo, persistimos en el secano. Acarreo el libro, digo, pero no lo saco. Me entretengo viendo pasar gente en el mediodía luminoso, sus atuendos, sus prisas o ensimismamientos, sus distintos humores. En la mesa contigua, una pareja de turistas apura el café y paga la cuenta: se han dejado enteritos un plato de rabas fritas, una tapa de champiñones y una ración de patatas bravas. Ignoro qué ha pasado, si la comida no ha sido de su gusto o si se excedieron con la comanda para tan poca gana.
Llegan los amigos. Besos, cañas, la puesta al día. En estas, mientras charlamos, un joven de piel negra, muy alto y flaco, se sienta a la mesa que los guiris han dejado libre y da cuenta de sus sobras intactas. Parece un poco colocado. No come con hambre, sino con enojo, como si el tenedor estuviese poseído por una electricidad rabiosa. Un empleado sale del interior del bar para aviarlo. Lárgate –le dice con acento argentino–, no puedes estar aquí. Si quieres, te preparo todo esto para que te lo lleves, pero vete, que me jodes la joda. Yo me levanto cada día a las cinco de la mañana, yo no tengo la culpa de lo que te pasa. El chico negro se levanta y se marcha; no quiere los restos. Aunque el camarero en ningún momento pronuncia una palabra fuera de lugar, el suceso deja flotando en el aire un incómodo aguijón.
Regreso a casa en metro, pensado en transformar la escena en algo parecido a una columna, que podría transitar por distintos derroteros. La desigualdad. El turismo en Barcelona. La violencia verbal que sufren Vinicius, Marcos Acuña y otros en las gradas de fútbol. El despilfarro alimentario (2.500 millones de toneladas anuales en todo el mundo). Pienso también en Gaza, en la ayuda alimentaria lanzada en paracaídas, en los cooperantes asesinados de World Central Kitchen.
Pero, no. El texto ya en marcha busca su propio camino a tientas, casi a ciegas. Saco el libro del bolso (Días 1931–1934, Galaxia Gutenberg), lo abro al azar y leo: "La superficie permanece lisa, pero siempre, incluso en los momentos de mayor olvido, tengo la sensación de que algo está manoteando en el fondo". Exacto, eso es. Lo que vibra son millones de existencias minúsculas y sus luchas a brazo partido, multitud de historias y peleas cotidianas que se agitan en la hondura, porque, cuando parece que no pasa nada, está pasando todo. Toda esa vida que bulle desesperada y mucho más real que el sucio ring de la política pendenciera e inane.
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