Opinión | Parece una tontería
El "after" cerró
Derrotados
Un sitio más allá del cual no hay nada es un "after". En mi calle, a treinta pasos de mi edificio, hay uno desde hace años. Se llama "Kinley". Vi ya a tanta gente ascender sus escaleras y salir derrotada que a veces miraba a alguno y pensaba "Ostras, parece vivo". Me ponía en su lugar y sentía vértigos por unos segundos, al cabo de los cuales prefería ponerme en lugar de una baldosa, de un semáforo, de una farola, de un remolque. Pero hace un mes empecé a advertir que algo no iba bien en el local. Salía de casa por las mañanas, a eso de las nueve, para pasear a la perra, y encontraba la persiana echada. No sabía qué pasaba, salvo que pasaba. Hace una semana me contaron que la Concejalía de Urbanismo había ordenado su cierre porque no cumplía con la licencia de café bar especial. Intenté averiguar si la noticia me producía tristeza o alegría, y me quedé colgado en el vacío entre los dos sentimientos.
Me pregunto qué suerte habrán corrido esas personas que, al llegar cierta hora, antes se dirigían al "Kinsley" y descendían dos plantas, alcanzando así el fin del viaje. Después de eso solo podías dar la vuelta, regresar a casa obedeciendo al instinto, esperar pacientemente a que fuese otro día, otra semana, otro mes. En la decadencia que ya bordeabas al llegar, justo alumbraba el esplendor, es un decir, del "after". Tu declive disimulaba su éxito, mientras el ambiente te hacía creer con la música, la gente, los huecos en la barra, que por derrotado que parecieses podías aún hacer algo grande. "Dadme jóvenes rotos, pero esperanzados", parecía reclamar el cartel, "y el negocio no morirá nunca".
En el momento de entrar, después de deambular por otros locales, era como si te dijeses: "Hasta aquí llegué, no hay más a donde llegar. Que me entierren en la acera cuando salga". Pero no te derrumbabas y te ponías triste por ello. Irrumpir allí era en sí mismo un acto de ilusión para algunos, de fe en el futuro, o por lo menos en esas pocas horas que están al alcance de la mano. No llegaba cualquiera hasta el "Kinley", sino los flamantes, los chiflados, los entusiastas, los suicidas. En todos llameaba un pensamiento parecido: ¿y si aún no está todo dicho? Supongo que ciertos momentos se vuelven más llevaderos si consigues vivirlos con soberbia, pese a tu desventaja. Haces como si esa inferioridad no fuese tal, y sin justificación te agrandas.
Algunos días, si sacaba a la perra, y regresaba, y a las once volvía a salir para hacer un recado, todavía podía ver cómo llegaba un taxi, se detenía delante del "after", y se bajaban cuatro amigos, que a continuación se perdían escaleras abajo. Otras veces asistía a la salida del último ser vivo, que bajaba la persiana, cerraba el candado y se iba. Todo ese mundo, ahora está en suspenso. Qué habrá pasado con su vieja clientela: los flamantes, los chiflados, los huidizos, los optimistas. ¿Adelantaría la hora de regreso a casa, encontraría otro "after", o deambula por la ciudad como fantasmas, hasta que Urbanismo conceda una nueva licencia al local?
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