El libro se titulaba "O Crime do Expresso do Oriente". Sobre las nueve de la noche en la Estación de Chamartín subiría al Lusitania Express con destino a Lisboa, y necesitaba aceitar el cerebro con un poco de portugués.

Para que un tren se precie tiene que partir a una hora picuda. No recuerdo con exactitud el momento en el que silbó la máquina; a las nueve cuarenta y siete, o cincuenta y tres, o algo así. Estoy seguro que los gestores de las compañías de ferrocarril ponen todo el cuidado en esto. Un tren que parta a las nueve en punto acarreará posiblemente el despido inmediato del jefe de estación, por el inatacable motivo de no tener clase, estilo.

No hay nada que más nos guste a los vagos que viajar en un buen ferrocarril, porque nadie nos puede decir que estamos sin hacer nada; dentro de un tren no queda otra cosa que sentarse y descansar, o leer, o dormitar, o ver películas, o disfrutar de una copa de buen vino mientras el paisaje va quedando atrás.

Había pocos comensales en el vagón restaurante. Cenar hundiéndose en la noche es una sensación muy grata, de puro viaje. Las mesas bien puestas, el aire novelesco y la atención esmerada de las camareras ayudan a que la factura sea asumible. Y la comida generalmente está bien. Una pena que el último grito sea ir retirando los vagones restaurante y transformando la delicia de una comida a bordo por la alimentación cuartelera de los aviones, sin abandonar el asiento, con la bandejina sobre la mesilla plegable del respaldo del asiento delantero, haciendo equilibrios con los microtupers y tropezando con el codo del vecino de asiento. En el tren clásico el viajero es un señor; en los modernos es un mamífero estabulado. Es cierto que el mundo se derrumba.

Tras la cena me recluí feliz en el compartimento. La cama estaba lista, y llegó otro de los momentos redondos de la vida de una persona: disfrutar de la lectura, con el libro bien iluminado por el aplique con buena luz, y el cuerpo desparramado sobre la cama mientras se avanza en el mapa.

"Estava frío em Istambul. Na recepçao do Hotel Tokatlian um telegrama esperou Monsieur Hercules Poirot?". Un asunto importante le reclamaba. El Orient-Express salía sobre las nueve. En aquella época del año viajaban pocas personas. Encargó un billete. Curiosamente aquella noche el tren iba lleno. Gracias a un alto cargo de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, consiguió plaza.

Cuando el tren de Hercules Poirot quedó detenido por una avalancha de nieve en un lugar remoto de Yugoslavia, decidí dormirme sabiendo que mi "Lusitania" también se dirigía a la frontera. Me despertó el telefonillo del compartimento. "Buenos días, señor. Una hora para Lisboa. Ya está abierto el servicio de desayunos -me dijo con voz educada el jefe de vagón". Cuentan que el Lusitania express lleva consigo el restaurante más exclusivo del mundo, en el que se ve el anochecer de Madrid mientras se cena y el amanecer de Lisboa mientras se desayuna.

El café era exquisito. Unté una tostadas con la mermelada. Me fijé en la etiqueta del frasquin: era de naranja amarga. Llevaba en la cabeza la imagen del Orient-Express clavado en medio de la nieve, y me di cuenta que ante aquel desayuno luminoso del Lusitania Express con su mermelada, tan propia de ingleses, hasta la misma Agatha Christie me envidiaría. Del naranjo común -Citrus aurantium- existen un buen número de variedades. Una de ellas, llamada amarga, es el naranjo amargo, característica que lo inhabilita para consumo en fresco, razón por la que se utiliza en jardinería, dado que su sabor desagradable impide que ciudadanos amantes de la fruta sustraigan sus naranjas doradas y por tanto su colorido y atractivo.

Tiene otras virtudes, entre las que resaltan la potencia de su aroma y que de sus frutos se obtiene la deliciosa mermelada de naranja amarga, que no falta en los hogares ingleses, acompañando a los panecillos, sandwichs, bizcochos y demás parafernalia en su té de las cinco. Se cuenta que la mayor parte de la cosecha de los naranjos amargos que perfuman las calles de Sevilla tienen como destino las fábricas inglesas de confituras.

Asturias fue en la Edad Media productora de naranjas; fruta que amarga o común, se da bien en nuestra tierra. Para su cultivo basta con tener precaución con las heladas, y algo con la cochinilla. Todos los viveros asturianos tienen, o pueden conseguir, naranjos amargos, que en primavera, llenan el huerto o el jardín de perfume de azahar.

El plantón se puede obtener de semilla, debiendo sembrarla recién extraída de la naranja pues tiene poca vida útil. Pero lo más recomendable en árboles siempre es adquirirlos en viveros, una vez que han superado su fase más delicada, y a poder ser con cepellón, que asegura un buen arraigo. Un ejemplar de dos años de edad, una poza de sesenta centímetros de lado con dos paladas de abono orgánico en el fondo, y una invernal tarde de asueto es todo lo que una persona amante de los árboles necesita para colocar un Citrus aurantium amara en su huerto, aunque yo siempre recomiendo que siempre se planten dos ejemplares de la misma especie; a todos los seres vivos nos gusta tener cerca a algún conocido, aunque sea para reñir.