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Relaciones tormentosas

Bajo los acordes del "Summertime" de Janis Joplin, y las aspas de un gran ventilador de techo, Amelia Ochandiano y su equipo nos sumergen en la tórrida atmósfera de una tarde de verano a orillas del Mississippi, en el corazón de la América profunda. Las turbias relaciones de un clan familiar eclosionan en la celebración del 70 cumpleaños del patriarca. La mentira, las convenciones sociales, la frustración, el deseo, la ambición, la vida y la muerte son los mimbres que tejen esta obra ya universal con la que el dramaturgo ganó el Pulitzer en 1955.

La directora y responsable de la adaptación ha querido alejarse de la conocida versión cinematográfica de una de las piezas preferidas de su autor (curiosamente también de Fidel Castro), para centrarse en la redacción final del texto donde Williams introduce los cambios sugeridos por Elia Kazan, que fue quien lo estrenó en Broadway. Es indudable que estamos ante una obra con gran atractivo para el público, y así lo demostró el viernes un Campoamor lleno que aplaudió intensamente. Pero algo falla en esta puesta en escena, sobre todo en el primer acto, que es un tour de force interpretativo para la pareja de Maggie y Brick, el hijo alcoholizado por la traumática muerte de su íntimo amigo. A la gata de Maggie Civantos (con la que casualmente comparte nombre) le faltan uñas, le falta la amargura y el resentimiento, ese halo de "femme fatale" que choca con el rencor de un Brick ensimismado, que por momentos Eloy Azorín sí consigue, aunque sin hacer que salten chispas en su relación matrimonial. Falta química entre los dos protagonistas. El montaje crece en las escenas corales con la intervención de uno de los grandes personajes de esta versión: Ana Marzoa, como la Madre, quizá la que más verdad transmite, que soporta con amor resignado el maltrato verbal de su esposo y que, al igual que él, no puede ocultar la predilección por su hijo díscolo. Excelente en la escena en la que se entera de la gravedad de la enfermedad de su marido. Juan Diego brilla con la interpretación cínica y corrosiva de un hombre que agoniza pero que se agarra a los últimos retazos de vida, adueñándose casi de la metáfora del título, como si él fuera la gata que se aferra al tejado ardiente, mientras todos le quieren ya echar. Personaje deslenguado y ofensivo -políticamente incorrecto- que levantó un imperio de la nada y en algo nos recuerda a Donald Trump, aunque se gana al espectador al arremeter con la verdad descarnada contra el juego de mentiras en el que toda la familia vive instalada. Los personajes secundarios, el hermano mayor y su ambiciosa y cargante esposa, interpretados de forma eficaz por Marta Molina y José Luis Patiño, aportan frescura y rasgos de humor a la trama de reproches y odios familiares.

El tema central es la disputa por la herencia paterna y la homosexualidad del protagonista aparece como leitmotiv que desencadena la acción, pero como malentendido y para ser negada en pro de una amistad sincera y sublime, quedando para pasto de freudianos y psicocríticos el cablearla con la vida del autor, al igual que el alcoholismo y la apología del "click", "el puntín" necesario para soportar el asco que produce la realidad.

La escenografía es bella y funcional, excepto la cama, con una iluminación omnipresente, demasiado abierta, que rehúye sobre todo en el primer cuadro la ambientación dramática. Al final, una tormenta de granizo descarga el ambiente y abre una vía de esperanza en una pieza que sigue emocionando y conmoviendo al espectador actual.

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