Opinión

Embajadores en el cielo

El presente y el pasado de los cines a partir de la nueva sala de Oviedo

Todo lo que sé en la vida, al menos todo lo importante, lo aprendí en un cine de sesión continua. No conocieron semejantes lugares. No se acuerdan. No se llevan. No habían nacido. También sé eso. Pero les aseguro que fue la mejor y más económica escuela a la que uno podría aspirar cuando el acceso al cine, y a la cultura en general, era mucho más complicado que hoy. Más barata que los cursos CCC y con más solera que la EGB de mis desvelos.

Una tradición vieja que había empezado cuando, en un "elegante y vistoso pabellón árabe", los mateínos de mediados de septiembre de 1896, asistieron por vez primera a la representación de imágenes en movimiento. La cosa sucedía, cómo no, en el Campo San Francisco. Hacía treinta días que había llegado el invento a Gijón y veinte días que lo habían visto en Avilés. Los años siguientes le pertenecerían a las nómadas barracas de la Escandalera, con permiso del café del Pasaje en Uría. Allí se proyectó el cine de estación ferial, entre sones de orquestrón y humos de churrería. Por allí pasaron los Jimeno, los Sanchís o los Mayor; los Lumière (falsos y verdaderos) los Wargarph y los Vidaograph. La salida de los operarios de la Fábrica de Armas de la Vega, el viaje a la luna o la murga gaditana. Los incendios, las rifas, los forzudos y las cupletistas. Esas cosas gustaron a un respetable, por entonces el menos respetable de todos los públicos. La cosa se estabilizó cuando Juan Antonio Fandiño edificó un pabellón, otra vez en el Campo. Pabellón Varietés o Cine del parque, era su gracia. Presumía de las británicas formas que le diera el arquitecto Laguardia. Ahí la cosa no tuvo vuelta atrás. Cine todo el año desde 1908.

El nuevo espectáculo empezó a caminar en busca de más público. Del más pudiente. Del que iba a los teatros como el Ovies o el Celso y del que miraba por encima del hombro y del palco del Campoamor. Hasta allí llegó el cine también, tras una maniobra envolvente de varios años, en los que, pese a toda la resistencia de la mejor sociedad, el Ayuntamiento de Oviedo entregó a los cineros la honra y la prez del Campoamor a cambio de 31.111 monedas de a peseta, que pagó Fandiño en 1915. Sí, el de las varietés.

A partir de entonces, el cine fue el rey. Con él, llegaron un enorme rosario de años y de salas que dieron otro aire y otra magia a las calles y que, en algunos casos, hasta tomaron su nombre: Popular Cinema, Toreno, Principado, Santa Cruz, Aramo, Filarmónica, Roxy, Cinelandia, María Isabel, Ayala, Fruela, Palladium, Real Cinema, Multicines Clarín, Multicines Brooklyn o Minicines Salesas.

Todos tuvieron su momento de gloria, pero hace mucho tiempo que en gloria están. Me he cansado de hacer necrológicas. No es que considere el de los obituarios como un género menor, muy al contrario, requiere precisión, síntesis y galanura de estilo. Mi hastío parte de que me ha tocado hacerle la esquela a todos los cines de los que disfruté a lo largo de mi vida. Cines urbanos. De esos a los que se podía ir caminando y después salir a cenar con los amigos. No requerían de una expedición motorizada para ir a un lejano centro comercial. Expedición que, en el caso de quien escribe, es un auténtico safari, pues no sé conducir. Dicho de otro modo, para una persona como yo, toda su vida dándole vueltas al dilema Truffauniano de si el cine es más importante que la vida, el cierre de todos los cines urbanos de Asturias supuso un cataclismo. Y hace diez años que cerró el último (diecisiete en Oviedo).

Todas las esperanzas parecían perdidas. Mucho más tras la pandemia, cuando se decía que las salas de cine se verían sustituidas por el visionado a la carta y a domicilio. Pero la pandemia ha pasado y la realidad es otra. En el año 2023 se han censado en España 751 cines, 19 más que el año anterior. Una cifra desconocida desde el año 2012. Y, mire usted por donde, en los últimos siete años han vuelto a crecer, sin parar, los municipios con cine. Como hemos visto el pasado martes en Oviedo, también son más los centros urbanos que han recuperado sus salas.

El tiempo, como diría Jardiel, echó freno y fue marcha atrás. Yo, al fin, he podido ir al cine siguiendo el faro de un luminoso que bañaba como nunca la esquina de General Elorza. He ido como antes, caminando. Y, después de una soberbia película, a cenar con dos amigos, también a pie. La felicidad.

Dirigió José María Forqué en 1956 una película bélica, divisionaria y malrollera, titulada "Embajadores en el infierno". El martes pasado, con el raro privilegio de asistir al nacimiento de un nuevo cine en Asturias, la cosa fue de Embajadores en el cielo. En el séptimo cielo del viejo olimpo cinematográfico.

Otra vez.

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