Obesidad: un problema social ligado a las condiciones de vida

Es falsa la creencia de que las personas pobres y con sobrepeso no saben o no quieren comer bien; la clave es que sus circunstancias sociales, económicas y laborales no ayudan

Obesidad: un problema social ligado a las condiciones de vida

Obesidad: un problema social ligado a las condiciones de vida / Ilustración: Pablo García

Sonia Otero Estévez

Sonia Otero Estévez

Sonia Otero Estévez es profesora del Departamento de Sociología de la Universidad de Oviedo y forma parte del Grupo de Investigación en Sociología de la Alimentación

La obesidad ha aumentado en las últimas décadas en todo el planeta, aunque de forma más acuciante en algunos continentes. Entre 1996 y 2016, en Europa se ha incrementado en más de 8,5 puntos. En España se aprecia la misma tendencia que a nivel global. Según la última Encuesta Nacional de Salud, más de un 17 por ciento de la población adulta tiene obesidad, y lo mismo sucede a más del 10 por ciento de los niños y niñas. La tasa de Asturias es superior a la media nacional, con una prevalencia de la obesidad cercana al 22 por ciento de la población.

Los riesgos a nivel de salud son ampliamente conocidos. Las personas con obesidad tienen más papeletas para sufrir alguna enfermedad crónica no transmisible, como diabetes, enfermedades cardiovasculares y diversos tipos de cáncer. Un riesgo que se multiplica si la obesidad comienza en la infancia, pues también lo hacen las probabilidades de continuar siendo obeso cuando se alcanza la etapa adulta. Los hábitos que se adquieren en esta etapa asientan las bases de los hábitos futuros y se llevan a la vida adulta junto con sus consecuencias.

A ello habría que añadir los problemas de salud mental por el estigma, los prejuicios y los estereotipos culpabilizadores a los que tienen que enfrentarse las personas obesas (vagos, perezosos, despreocupados, irresponsables...). Estas son las principales razones que han llevado a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a considerarla como una de las diez amenazas globales que empeorarán el estado de salud de la población en el siglo XXI.

Pero, más allá de su incontestable relación con la salud, la obesidad sigue creciendo en nuestras sociedades porque sus causas están ligadas con lo social, es decir, con la forma en la que vivimos y con las condiciones sociales sobre las que se asienta nuestra vida. Esto puede observarse en su desigual distribución entre la población. Los análisis al respecto son claros: está más presente entre quienes tienen un nivel socioeconómico más bajo. Es decir, afecta en mayor medida a personas con bajos ingresos, que desempeñan ocupaciones manuales y que tienen un nivel educativo básico. Esto ha llevado a considerarla recientemente también como la manifestación moderna de la desigualdad social y la pobreza.

Durante años, la obesidad se atribuyó a cuestiones genéticas o a actitudes reprochables de personas que no hacían lo suficiente para controlar su peso. Ahora, los estudios muestran que las desigualdades sociales y las rutinas son la clave para lograr prevenirla. Dentro de las rutinas, los analistas han prestado particular interés por la alimentación y la actividad física al entenderlos como los dos ámbitos que pueden tener mayor repercusión sobre el cuerpo y la salud, y por extensión en el desarrollo de la obesidad. Los horarios laborales y la dificultad de conciliarlos con los escolares, deportivos o alimentarios, la falta de tiempo generalizada, los cambios en las condiciones vitales que modifican la forma de organizarse con la alimentación o con el ejercicio físico (como tener hijos o casarse), los significados que se asocian a los alimentos (buenos, malos, saludables, milagrosos...), las habilidades que tenemos para cocinar o nuestros ingresos afectan a cómo comemos y cómo de activos físicamente somos. Y, si las malas condiciones se prolongan en el tiempo, todo este cóctel termina por sedimentar en nuestro cuerpo.

Sin embargo, a pesar de la evidencia al respecto, las estrategias para hacerle frente siguen muy apegadas a visiones que tratan de cambiar los comportamientos de las personas sin tener en cuenta que estos se asientan en contextos más amplios de dificultad, no solo económica, sino también de organización vital. Los análisis más simplistas tienden a reducirlo a una cuestión de tener malos hábitos, pero... ¿quién no ha llegado tarde y cansado del trabajo y ha tenido que recurrir en alguna ocasión a preparaciones rápidas para hacer la cena? ¿Quién no ha ido alguna vez a un restaurante de comida rápida? ¿Quién no ha pospuesto empezar a caminar, correr o ir al gimnasio? ¿Quién no ha optado por saltarse una comida o comer de más en alguna ocasión y, aun así, no es obeso?

Ante estas situaciones, los que cuentan con mayores recursos habrán podido desarrollar todo un plan que les permita, a falta de tiempo, cubrirlo con una detallada planificación, anticipación e inversión para comprar alimentos que, sin renunciar a la saludable, se hagan rápido. Otros, con menos recursos económicos, experiencias y habilidades culinarias, habrán tenido que resolver con opciones menos saludables como la comida precocinada. Algunos contarán con una larga tradición culinaria en su familia que se habrá trasmitido de generación en generación y que les ayudará en esta tarea. Pero otros habrán tenido su primer contacto con la cocina en solitario, autónomamente, por obligación o de forma tardía.

Si a las dificultades temporales y económicas se les unen unas habilidades culinarias limitadas para gestionar la escasez, es más probable que el hogar se distancie de una dieta saludable. Unas habilidades culinarias que no dependen solo de lo transmitido por las instituciones científicas, sino que proceden también de saberes y formas de hacer ligados a la experiencia, al saber popular en la cocina y a una cultura alimentaria sólida.

Todos estos aspectos, entre otros, son centrales para entender cómo comemos y, sobre todo, cómo podemos evitar aquellos desencadenantes o condiciones sociales que posicionan en situación de vulnerabilidad con respecto a la obesidad. No es una única situación o rutina lo que pone a las personas en situación de riesgo, sino su acumulación, combinación y mantenimiento a lo largo del tiempo, al establecer patrones que se distancian de una alimentación saludable.

Lo que hemos podido ver en los estudios que hemos realizado en el Grupo de Investigación en Sociología de la Alimentación (Uniovi) es que cuando tienes pocos recursos tus prioridades cambian. De manera generalizada, los criterios de salud ligados a la alimentación se pierden de vista ante el apremio por comer a diario y no disponer de lo suficiente para ello. Y no es que no se sepa lo que es sano, sino que la nutrición y el hambre son muchas veces dos realidades enfrentadas.

Hemos podido constatar que la creencia extendida acerca de que las personas pobres y obesas no saben comer bien o se encuentran muy lejanas a la definición de alimentación saludable de los organismos internacionales es falsa. Lo que nos hemos encontrado en nuestros análisis es que se conoce bien lo que es comer saludable. El problema se encuentra en que esas definiciones teóricas son difíciles de integrar en la vida cotidiana. Dicho de otro modo, lo complicado es llevar ese conocimiento para tener una alimentación saludable y una vida físicamente activa a la práctica, porque no siempre se cuenta con las condiciones sociales adecuadas para ello.

En definitiva, las cifras que se comentaban con anterioridad invitan, sin duda, a tomarse la obesidad como un asunto serio. Si las predicciones de la OCDE se cumplen –y si sigue sin profundizarse sobre sus verdaderas causas lo harán– seguirá aumentando hasta alcanzar al 20 por ciento de la población en España y a la mitad de los estadounidenses en el año 2030.

Urge tomar medidas respecto a la obesidad que partan de una compresión de los hábitos alimentarios y de actividad física como rutinas insertas en la vida cotidiana de la gente y afectadas por múltiples aspectos sociales como los recursos económicos y temporales, las habilidades culinarias, las experiencias personales... Todos los indicios ponen de manifiesto que la obesidad trasciende lo sanitario, pues hunde sus raíces en lo social y se alimenta de ello.

Un abordaje eficaz de la obesidad no debería perder de vista los dos aspectos centrales que se han venido señalando: que la obesidad es un problema social en el que las condiciones sociales importan; y que las rutinas y desentrañar por qué la gente hace lo que hace son clave para su prevención. Mientras esto no se integre en el diseño de las estrategias para hacerle frente, no tendremos resultados exitosos que den lugar a una reducción de las cifras de obesidad.

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