El conocido palacio de Miraflores de Noreña, enclavado sobre la colina camino de Ferrera y en el límite con Siero, ubicado en una formidable finca, fue de La Mariscala, en él murió el economista Álvaro Flórez Estrada, y un día antes de la Nochebuena del año 1937, fue poblado por medio centenar de niños, un director y una cocinera, del tribunal tutelar de menores provenientes de Oviedo. En estos 70 años de vida, más de dos millares de niños pasaron por sus instalaciones, que sufrieron al menos tres grandes reformas en lo que se refiere al propio palacio, y algunas más en lo que se refiere a la organización desde aquel «reformatorio» a la casa de acogida del Principado de Asturias.

En realidad reformar es volver a formar o rehacer, modificar algo con la intención de mejorarlo o también enmendar o corregir la conducta de alguien, dice el diccionario. Y para mí, como para muchos, la palabra reformatorio no tiene esa connotación un tanto dura y severa, ya que los que vivimos en Miraflores al menos en los años cincuenta y sesenta, vivíamos en una prodigiosa finca, de aquélla autárquica, a pesar de la escasez de la época. Allí no había lujos ni juguetes, pero sí los niños mejor cuidados y alimentados de Asturias. Miraflores tenía cuadra con vacas, caballos, cerdos, además había un gallinero con incubadora, se criaban conejos y había pomarada, ampliada con ciruelos, cerezos, castaños, y huerta con todo tipo de verduras y hortalizas.

La organización era mínima, por falta de presupuesto, y los 70 niños que llegó a tener, estaban dirigidos por el director don Luis, el maestro don Joaquín, un cuidador don Manuel, la cocinera Filomena Vila -mi abuela- y tres peones -por horas- para cuidar del campo y animales, Primitivo, Luciano y Juan -mi padre-. Eso sí, todos los niños tenían que hacer alguna tarea que ayudara a mantener la vida del palacio, desde cuidar animales, sacar agua del pozo, llevar la leche a Noreña o comprar productos en las tiendas de ultramarinos. En la actualidad hay 16 niños, y 20 educadores. Eso sí ha sido una gran reforma, en el seguimiento personalizado de cada caso para tratar que estos jóvenes aprovechen esta que quizás sea «su última oportunidad».

En aquellos años, los niños bien alimentados, mejor que los de Noreña, vivían en el entorno «libre del payaron» o del monte cerca de la piscina, y se construían sus propios juguetes, cociendo barro para hacer banzones. Yo creo que fueron niños felices. Yo, sí.