Muere Fernando Díaz-Plaja en Uruguay, a los 94 años, casi olvidado después de haber sido un escritor de mucho éxito hace cuarenta años a pesar del raquítico mundo editorial español. Los Díaz-Plaja, él y su hermano mayor, Guillermo, fueron escritores muy conocidos: Guillermo como vulgarizador de temas literarios y Fernando, en un terreno más afín al periodismo, que ambos cultivaron de manera habitual, como autor de «varia invención», o, como diría J. E. Casariego, como «escritor en general». Su obra está más próxima a la transitoriedad del artículo que a la densidad del ensayo, aunque puede considerársele como ensayista (una denominación en la que cabe todo) en la medida en la que no cultivó la ficción. Donde más a gusto se encontraba era en los aledaños de la Historia, con especial dedicación al género biográfico. Sus biografías (de Felipe III, Teresa Cabarrús, el abate Marchena, Fernando VII, Catalina la Grande, María Walewska, Madame du Barry, Eugenia de Montijo, Mata-Hari) son amenas, equilibradas y novelescas, están bien escritas y no están lastradas por la erudición espesa, pues, a fin de cuentas, eran adaptaciones, resulta imprescindible, pero es imprescindible que esté bien dosificada. Podríamos decir que en este género es nuestro André Maurois, aunque Maurois era un monumento de «corrección política» (es decir, aguachirle) mucho antes de que se impusiera esa variante implacable de la Inquisición, y Díaz-Plaja solía ir por libre. Era capaz de escribir que «en una democracia valen más los votos que las voces» y se quedaba tan tranquilo. Premonitorio aforismo: los políticos cuentan los votos y no escuchan las voces. También publicó libros sobre la España de Goya, la guerra de la Independencia, «La Guerra Civil en sus documentos» y «Francia 1789-España 1936: dos revoluciones y un paralelo», libro aleccionador sobre la violencia de las revoluciones y el fracaso de su retórica. Aunque su obra más popular y más vendida fue «El español y los siete pecados capitales», en la que aborda con un desenfado del que no están ausentes la reflexión y la amargura el reiterativo «tema de España» que Ortega, Madariaga y otros plantearon con mayor solemnidad y pretenciosidad intelectual y no menor pesimismo.

Con motivo de una reseña mía en LA NUEVA ESPAÑA de su libro «La guerra de la Independencia», me envió una tarjeta postal que reproducía el cuadro de Casado de Alisal sobre la batalla de Bailén y a cuyo dorso se refería a «una guerra que ustedes los asturianos afortunadamente iniciaron». A partir de esta primera relación mantuvimos un regular intercambio epistolar del que se traslucía un cierto desencanto de su parte y una confianza cada vez más mermada en las posibilidades de la patria para superar situaciones grotescas y bochornosas que él había descrito en muchos de sus libros. No sé qué opinaría del momento presente. Supongo que nada bueno. Ahora que después de haber sido un escritor de gran éxito y popularidad está olvidado y muerto, merece un recuerdo y, sin duda, una relectura.