El colonialismo es algo feo se apellide como se apellide. La versión actual es mucho más elegante que la tradicional, más escurridiza, pero más perversa. Ahora utilizamos los países colonizados como proveedores de imágenes en bruto, materia prima que abastece una poderosa industria audiovisual que inunda nuestro mercado y el de las colonias. Nuestro dinero y nuestra mirada se hacen, así, hegemónicos.

El domingo por la noche Cuatro estrenó «Perdidos en la tribu», un programa con un planteamiento sorprendente: tres familias españolas llegan a una tribu remota y tienen que vivir allí 21 días intentando integrarse en ella. La tribu Himba, de Namibia, la Mentawai, de Indonesia, y los Bushman, que aún viven como cazadores y recolectores en el desierto del Kalahari, parecen los protagonistas del programa, pero en realidad sólo son el decorado. Como el decorado que necesita el Rally París-Dakar para demostrar la apabullante superioridad de nuestra tecnología. Durante 21 días los participantes de «Perdidos en la tribu» juegan a ser Malinowski mientras Cuatro extrae de las canteras locales grandes cargamentos de imágenes con las que cebarnos la noche de los domingos hasta dejarnos ahítos. Al final, el jefe de cada tribu dictaminará qué familia se integró mejor y, por tanto, ganará tal cantidad de dinero que la tribu entera no la verá junta en su vida.

No nos dirán qué será, tras el programa, de los Himba, los Mentawai y los Bushman. Lo único seguro es que, si quedan deslumbrados por el despliegue del equipo de rodaje, por el poder del hombre blanco, y alguno trata de devolvernos la visita con la intención de convivir con nosotros y ser aceptado, no lo logrará. Antes de que ninguno dé un solo paso hacia aquí, los jefes de nuestra tribu ya han dictaminado con sus leyes (porque así lo queremos nosotros) que no son bien recibidos. Allí nos son más útiles. Sus imágenes nos sirven, sus brazos no.

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