David Serrano, explorador de las entrañas del musical («Hoy no me puedo levantar» y «40. El musical») y la comedia («El otro lado de la cama» y «Días de fútbol»), regresa con «Una hora más en Canarias» a unos terrenos que, ocho años después de su debut, ya le son familiares. En su tercera película como director la idea de arranque le sitúa en las proximidades de las típicas «veranadas» de los sesenta (uno recuerda «Verano 70», de Lazaga, o «Cuarenta grados a la sombra», de Mariano Ozores), unos filmes que se introducían en las maquinaciones de futuras infidelidades que germinaban en las cabecitas de los humanos patrios, cachondos ellos por el «solecito» y la altísima probabilidad de admirar jamelgas en biquini. Aquí, que han pasado los años y somos muy liberales, se intercambian los papeles: son tres mozas las dispuestas a pelearse por un donjuán de paletos divergentes (Quim Gutiérrez). Serrano construye su película con similares argumentos a «El otro lado de la cama»: números musicales de bajo presupuesto, candidez en la comedia y un alto grado de engaños y desengaños que mantengan el engranaje en acción.

Esos supuestos que en su anterior producción funcionaban bien no repiten su altísima eficacia en «Una hora más en Canarias». Se resume el filme en aportaciones secundarias: el encanto de algunos números musicales (especialmente aquellos que son autoconscientes), los buenos trabajos de Gutiérrez (robo la descripción al gran Ángel Ramos, «a lo Pajares»), Ordaz y Manver; y la eficacia de sus «gags» (especialmente, en los que se ve envuelta la psicópata que interpreta Miren Ibarguren). Ese honesto final, machacando las comedias románticas al uso, nos deja la impresión de que si Serrano hubiese tratado de ser Ozores o Lázaga y no Cukor o Donen, nos hubiésemos divertido más.