El primer olor que despierta los sentidos es el de la harina en la masa para una buena pasta. Luego están el burro (mantequilla), el pomodoro (tomate) y las hierbas frescas. El tartufo (trufa) y el fungo (setas) nos conducen al segundo corredor del placer. Y, después, a partir de ese momento, sírvase de todos los ingredientes que prefiera para enriquecer una de las comidas más energéticas y universales que existen. La pasta, cuenta Felipe Fernández-Armesto en su esencial "Historia de la comida", no siempre fue un alimento popular al alcance de todos. En la Roma de 1600, los vermicelli, esos fideos finitos que se enredan como los cabellos de ángel, costaban tres veces más que el pan. Al proceder de Nápoles, los romanos del siglo XVII la consideraban un producto afectado por las modas extranjerizantes, aunque la preferencia por el pan, como escribe Fernández-Armesto, pueda deberse más a la economía que a la renuencia patriótica frente al esnobismo. Actualmente, en Roma se come tan buena pasta como en la capital partenopea del mezzogiorno.

En Sicilia, la pasta asciutta (seca) se condimenta con mayor profusión y generosidad que en otros lugares del continente, porque antes tradicionalmente se comió simplemente cocida con algo de ajo o aceite de oliva y en condiciones de extrema pobreza. Las máquinas para hacer pasta en casa, preferiblemente manuales, son fáciles de conseguir en cualquier ferretería italiana y, también, en España. Evitan el esfuerzo de tener que pasar el rodillo hasta lograr la consistencia más fina. Para hacer la masa, lo recomendable es mezclar la harina de sémola fina con la de trigo duro. A partes iguales (pongamos trescientos gramos), se añade una cucharadita de sal, se hace un hueco en el centro y se agregan tres huevos y una cuchara de aceite. Se baten levemente los huevos, se junta con la harina y con un poco de agua. Se amasa con las palmas de las manos hasta lograr una consistencia lisa y flexible. Si se separa fácilmente es que tiene el punto óptimo. Se hace una bola y se deja reposar cubierta con un paño por espacio de media hora a cuarenta minutos. Después se alisa, se deja secar espolvoreándola con harina y se corta a cuchillo o se le da forma en la máquina.

La cocción -el tiempo depende del tamaño y anchura de las figuras- es importante que se haga en mucha agua. Tres litros hervidos aproximadamente por cada cuarto de kilo de pasta. El agua hay que salarla bien y el punto de acabado está en el dente, es decir, que su textura resulte compacta al morderla. ¿Y las formas? Hay más de trescientas: figuras, cintas y tubos. Las grandes, como los pappardelle, los rigatoni o los tortiglioni, son buenas para comer con caza, salsas densas, intensas, cocidas a fuego lento.

Los espaguetis, tallarines, linguini o trenette (fettuccine) admiten mejor una salsa ligera o los mismos aromas del aceite o del ajo. Pero dentro de estas formas finas y alargadas se encuentran también los capellini (finísimos como cabello de ángel), los fedelini (algo más gruesos), los spaghettini (ligeramente más finos que el espagueti), los vermicelli (tamaño intermedio entre los fidelini y los espaguetis), los bucatini (huecos, utilizados con salsas o ragús gruesos y potentes, tipo caza), los perciatelli (similares a los bucatini), los fussilli lunghi (alargados, pero con forma de tirabuzones) y los ziti (también huecos), que con tan buena disposición cocinaba Carmela Soprano en la mejor serie de televisión de todos los tiempos.

El mundo de las figuras resulta, como el de las cintas, interminable. Están los sacacorchos, pequeños y con la forma que su nombre indica; mis queridos strozzapreti (estrangula curas), conocidos también como pasta casareccia, que son como macarrones semicerrados; todos los tipos de penne (pasta corta y hueca en forma de lápiz), desde el penne rigate hasta el peñón, que como su nombre indica es la figura más grande de esa familia; los fussilli cortos (rizados); los gnocchi (huecos, no como los de patata); la farfalle, en forma de mariposa; la orecchiette, en forma de oreja; cochiglie, conchas, o los fricelli, cortos, que se enrollan a mano y gozan de gran tradición entre el campesinado del Norte.

Barilla fabricó pasta toda la vida en Parma. Su publicidad en Italia fue durante mucho tiempo "Dove c'è Barilla, c'è casa" (Donde está Barilla, estás en casa), queriendo transmitir que la pasta, más allá del alimento, es algo que tiene que ver con las raíces, el hogar, la italianidad, en suma. Y así es. Los italianos amasan y cuando no tienen tiempo para ello, que empieza a ser lo habitual, compran la pasta en el mercado, donde se pueden encontrar diferentes clases. En primer lugar, las pastas secas de sémola de grano duro, que son las que mejor se conservan almacenadas en buenas condiciones. En segundo lugar, las mismas pastas secas de trigo duro y huevo, que pueden ser en cintas o de relleno, como los ravioli y los tortellini. Luego están las pastas frescas al huevo, que se conservan poco tiempo y deben consumirse a la mayor brevedad. Estas últimas se adquieren en las panaderías, hechas en el momento para el inmediato consumo. Campofillone, La Pasta di Aldo, De Cecco, Rummo, Di Martino, Voiello, Garofalo o cualquiera de las que se producen en los pastificios de Gragnano, la localidad napolitana más señera de la pasta, son marcas que distinguen el producto.

La pasta, fresca o seca, una vez hecha o adquirida en el mercado, requiere de una sencilla cocción, nunca demasiado larga, acorde con el tamaño de la figura y una salsa adecuada para acompañarla. Va en cuestión de gustos, pero es cierto que unos acompañamientos son también mejores que otros en función de la propia consistencia de la pasta. Por ejemplo, cualquier cocinero italiano le dirá que unos ravioli rellenos lo único que requieren es un chorro de aceite o una mantequilla con salvia, en último caso, una reducción de tomate. Los tortellini al burro di salvia, bien preparados, son una obra de arte indiscutible.

La boloñesa es una salsa suprema. Yo diría que se trata de la salsa de todas las salsas tradicionales. Este tipo de ragú conviene hacerlo a fuego lento durante horas, con paciencia infinita, de manera que los sabores y, sobre todo, los perfumes sean lo suficientemente concentrados para que uno pueda comer apenas con haberlo cocinado. Yo le agregó a la boloñesa una pizca de canela, que contribuye a engrandecer su aroma. La boloñesa va muy bien con las pastas largas (cintas), pero también resulta estupenda con unos macarrones. La amatriciana, con tomate, tocino y salchicha, se adapta perfectamente a las pastas largas, lo mismo que la napolitana, perfecta para comer unos espaguetis, que encontrarán igualmente un buen refugio en la vongole (almejas) o cualquiera de las elaboradas con fruti di mare.

Un buen plato de pasta lo corona como es debido el parmesano o el pecorino romano, rallados, y si se trata de una salsa marinera, la bottarga (huevas secas de atún ralladas). Esta última conviene utilizarla con cuidado, ya que tiene un sabor demasiado fuerte.

Esto en cuanto a las variantes clásicas. La pasta se adapta maravillosamente a cualquier tipo de preparación actualizada de la cocina más creativa.