La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Comidas y bebidas

Largos y lentos placeres del verano

Tomate corazón de buey.

Una vez más me enfrento al desafío de comer un buen tomate. El único problema del tomate es que se puede cultivar todo el año, lo que trae consigo frutos redondos y calibrados, inodoros e insípidos, tristes y harinosos; madurados en invernaderos y ateridos por las cámaras frigoríficas. Como resisten sin grandes problemas el transporte, los mercados están siempre abastecidos. Ahora bien, el tomate cuando es suculento y aromático es en verano; entonces se convierte en una de las grandes creaciones de la naturaleza.

En Italia, donde se hizo popular una canción que decía que una pasta senza pomodori es como un giardino senza fiori, hay tantas clases de tomates como meses del año. Eso cuando menos; porque de las castas de un cultivo siempre salen apéndices o variaciones. De manera que comer pomodoro, manzana dorada, resulta siempre rico, saludable y, sobre todo, variado en el país transalpino. En España, las variedades extendidas se reducen al tomate común propiamente dicho, según zona, el tomate en rama, el de pera o el cherry (cereza), que es ese tomatito tirando a dulce insípido que tanto se usa en la decoración de ciertos platos. La variedad raf, producto de la selección de otros tomates, tiene no pocos adeptos. Pero ya digo, en Italia, el pomodoro es por merecimiento propio la estrella de las hortalizas. El tomate se come al natural, en passata (puré) para incorporar a cualquier aderezo culinario o en salsa (boloñesa, napolitana, amatriciana...). Fresco y seco.

Es muy conveniente contar con tomates secos en la cocina para poder hacer una reducción o imprimir un sabor concentrado a un plato. Para prepararlo en casa se parten los tomates a la mitad, se salan y asan a la parrilla. Luego, como es costumbre de la mamma y de la nonna, se ponen en un lugar soleado y, finalmente, se conservan en tarros con aceite. Si no hay sol que valga, se secan en el horno. La temporada ideal es el verano, claro. En Calabria y en Sicilia, los racimos se cuelgan de las paredes de las casas. El tomate seco es ideal para perfumar los risottos o las ensaladas de pasta. Yo lo utilizo en uno de mis bocadillos favoritos, con mozzarella de búfala, un chorro de aceite de oliva virgen y un par de hojas de albahaca. El pan conviene tostarlo.

Decía que en Italia hay, al menos, una docena de variedades de tomate notables. A mí siempre me salen trece: san marzano, alargado; sorrento, tirando a blando y bueno para las salsas; casalino, pequeño y dulce; ceriñola, tipo cherry, aromático y dulce; marena, muy rojo y dulce; roma, el más utilizado en las conservas; pachino, siciliano, pequeño, intenso y ácido, para comer al natural; perino, alargado, de pera; sardo, de carne aromática, como el murciano, de color oscuro; ramato, como el nuestro en rama; Napoli, cultivado en las laderas del vesubio, intenso; palla di fuoco, arrugado en forma de bolsa, del norte italiano, y, finalmente, cuore di bue (corazón de buey), grande, con surcos y forma de pimiento y especial para comer en crudo con sal, aceite y pimienta.

El desaparecido pero inolvidable escritor Joseph Delteil incluye en Cuisine paléolithique, un estupendo tratado culinario, una receta inigualable por su sencillez. Consiste en coger unos tomates bien redondos, pelarlos y ponerlos en una cazuela a fuego moderado. Dejar cocer a medias, pero ni más ni menos, ahí está el truco: es preciso que el corazón del tomate esté crudo todavía, en su piel dorada. Las mejillas ardientes y el corazón frío. Al final, añadir ajo y perejil. Servir y verter todo el jugo por encima. Delteil dice que le recuerda a Sherezade.

Tapas. Hay revistas que merece la pena leer pero no todas ellas merecen ser hojeadas. Tapas, que edita y dirige Andrés Rodríguez y pertenece al mismo grupo de la legendaria Esquire, cumple los dos objetivos. Acertados contenidos y un estupendo diseño que invita a volver una y otra vez a sus páginas y detenerse en la belleza. El último número de la publicación, correspondiente a julio y agosto, incluye un montón de piezas interesantes, sugerencias, un potente dress-code, un completo perfil del revolucionario cocinero americano Grant Achatz, patrón de Alinea (Chicago); un reportaje de Etxebarri, el asador de Bittor Arginzoniz, rey de las brasas, y un artículo impagable Benditos gastrólatras, sobre las íntimas relaciones entre la gastronomía y la literatura, de Ignacio Peyró. Por fin, una revista de comida y bebida, que incluye otros placeres, y en la que merece la pena detener la vista.

Slow Food. No me sorprende el apetito reverencial que despiertan los caracoles. Sobremanera, los gros blancs o escargots de Borgoña, dueños de la fragancia de la tierra y de una carne más tierna y fina que la del solomillo de ternera, poseedores, además, de todos los aromas del sarmiento y del tomillo. Los detractores del caracol se quejan de sus babillas, de su textura, de la supuesta suciedad, del humeur vagabonde de su vida silvestre. En esto hay que tener algo de precaución y no sólo por aspectos relacionados con la higiene. Los caracoles libres siguen a veces una dieta que podría matar a a una persona. Les gustan la belladona, los hongos venenosos y hasta la cicuta, y pueden llegar a comer este tipo de ensaladas letales en cantidades alarmantes en sólo veinticuatro horas. Un modo de remediarlo está en una adecuada toilette. Para sanear los caracoles, que campan en libertad, es necesario ponerlos a dieta por lo menos veinte días. Pueden estar sin comer más tiempo. Luego, hay que lavarlos en agua tibia antes de cocerlos o asarlos. Ahora bien, este tipo de precauciones sobra si se tiene en cuenta que la mayor parte de los caracoles que consumimos son de cultivo.

En la brasa o a la plancha, con relleno de mantequilla, chalote cortada fina y perejil, los caracoles están riquísimos. Descorchen un Riesling. Pero también secos, sobre un simple lecho de tomillo y con una pizca de sal gruesa, como es costumbre comerlos en Cataluña. Guisados con conejo, con tomate fresco o seco son también un plato delicadísimo. Incluso cocinados con una salsa roja, ajo y un toque de pimienta resultan igualmente buenos. En todos estos casos, donde el caracol se sirve dentro de su caparazón, resulta cómodo utilizar las tenacillas, para no quemarse ni mancharse los dedos, y un pinchito para extraer la carne. O servirlos, fuera de ella, en un plato especial compartimentado.

Los caracoles, que se reproducen con celeridad y profusión, fueron estudiados por Mendel, el científico austriaco que formuló las leyes de la herencia biológica. De manera que comer un caracol es comer algo sobre lo que se ha meditado convenientemente. No hay que darle más vueltas a su aspecto, teniendo en cuenta que siempre habrá alguien que les hincó el diente antes que nosotros. Un tipo que, según Julio Camba, debería estar muy hambriento, pero cuyo apetito se ha ido generalizando. Afortunadamente.

Compartir el artículo

stats