Los famosos huyen de Twitter a la misma velocidad a la que entraron (200 por hora). Dicen que ya no encuentran placer en relatar, minuto a minuto, lo que hacen, pero no es cierto; lo que ocurre es que escribir, aunque sólo sea 140 caracteres, es duro; y escribir sin cobrar, agotador. Luego está el problema de la sintaxis: que si pongo el sujeto en este lado de la oración o en este otro, que si aquí conviene una coma o un punto y coma, que si se dice «he comprado unos calcetines para mis niños adoptados de lana» o «he comprado unos calcetines de lana para mis niños adoptados». No es lo mismo, no es lo mismo ser que estar, qué va, tampoco quedarse es igual que parar. Escribir, decíamos, incluso cobrando, es duro, duro, duro, no ya por la sintaxis o la morfología, también por la moral. Y es que la escritura, lo queramos o no, termina siendo un espejo de carácter moral en el que se ven todos y cada uno de los puntos negros del alma.

Las escuelas de escritores están llenas de alumnos de los que apenas un 1% acaba dedicándose a escribir. El resto vuelve a casa y se pone a trabajar en la tienda de comestibles de su padre. ¿Por qué? Porque al rellenar las primeras cuartillas se dan cuenta de quiénes son y salen huyendo a todo trapo de sí mismos. No es que ignoren si se dice «deduje» o «deducí», que a veces también, sino que no saben cómo declinarse a sí mismos, ni siquiera se habían planteado, antes de matricularse en escritura creativa, si eran personas regulares o irregulares, al modo de los verbos. La primera condición para escribir medianamente bien es ser irregular, claro. Pero también para eso hay que tener un coraje moral que no abunda. Las escuelas de escritores están llenas de personas regulares (como el verbo amar) que aspiran a ser irregulares (como el verbo soñar). Pero si eres regular, muchacho, eres regular, eso es genético. Por otro lado, la irregularidad está sobrevalorada, como la escritura.

De todo eso, en fin, nos damos cuenta al escribir con cierta periodicidad, aunque sólo pongamos 140 caracteres. De todo eso, y de lo idiotas que podemos llegar a ser, pues ya me dirán qué interés tiene relatar al mundo que acabas de pedir hora al dentista. De ahí que los famosos huyan de Twitter como de la peste.