Hace unos días, Javier Neira observaba en su columna que el socialismo, en la actualidad, sólo sobrevive en países católicos. En los de tradición y formas protestantes ha sido unánimemente rechazado, para prosperidad y coherencia de esas naciones. No obstante, el «ora et labora» (que, por cierto, no figura en los escritos de San Benito, sino que fue recogido como anécdota del santo en los «Diálogos» de San Gregorio), pertenece al patrimonio de la cristiandad. Sin embargo, los de la tendencia romana parecen haberlo interpretado de otro modo. En la deliciosa novela «El amigo Fritz», de Erckmann y Chatrian (dos novelistas a quienes aprecio desde la primera juventud y a quienes releo con frecuencia y mucho gusto), un recaudador de contribuciones y su amigo, un alegre «bon vivant», recorren las fértiles y ricas tierras ribereñas del Rhin, en las que había bienestar y abundancia, salvo en un valle dominado por la pobreza. ¿Por qué motivo? Porque los habitantes de ese valle eran católicos. Algo hay en el interior más hondo del católico que le lleva a esperar la solución de sus problemas de la ayuda divina y del maná del cielo, y ese espíritu, de un pesimismo atroz, aunque parezca optimista en la apariencia, ha sido recogido por los socialistas, que todo lo fían de la doctrina, de los planes quinquenales, del genio económico de Zapatero. El socialismo tiene mucho, muchísimo, de cristiano, tanto por la banda socialista como por la banda cristiana, desde la cual se montaron grandes bufonadas, desde las que llevaban la etiqueta de cristianos para el socialismo, cristianos de base, etcétera, hasta los que afirmaban sin despeinarse que Cristo fue el primer socialista. Lo cual no es inconveniente para que el socialismo, y en este caso me refiero también de modo concreto al PSOE, haya sido casi siempre furibundamente anticatólico y anticlerical. Tanto es así, que en un acto de acción de gracias en la Catedral por la recuperación de las cruces de la Cámara Santa, como Antonio Masip insistiera en que yo representaba al PSOE en la plataforma que se organizó con ese motivo, el canónigo magistral, don Emilio Olavarri, al verme, exclamó que le producía grande alegría que los socialistas estuvieran presentes en aquella ceremonia: a lo que hube de responderle que yo estaba allí a título personal, y a aquellas alturas era posible que ya no perteneciera al PSOE.

La Iglesia católica, desde la Revolución Francesa, fue objeto de crueles y sangrientas persecuciones cada vez que se encendía la tea revolucionaria en cualquier país católico. Las quemas de iglesias y conventos, los saqueos y expolios de bienes eclesiásticos y los asesinatos de curas y monjas estaban a la orden del día en cualquier revolución que se preciara, y no pudieron faltar esos asesinatos y saqueos en la revolución de 1934 ni en la guerra civil de 1936-1939, donde la persecución religiosa fue especialmente virulenta.

A pesar de ello, de vez en cuando se alza la voz de algún salvaje exigiendo que la Iglesia pida perdón por su actuación durante la Guerra Civil. ¿Y por qué no piden perdón los socialistas? No van a seguir cargando con todas las culpas los de la CNT-FAI. No obstante, el único que pidió perdón por la revolución de 1934 fue Indalecio Prieto: lo que no le exime de haber sido uno de los que encendieron la mecha.

Los comunistas, en este aspecto, fueron más inteligentes y políticos, y ya estaban en tratos con los «cristianos progresistas» mientras los socialistas del interior todavía no acertaban a organizarse y los del exterior sólo acertaban a tirarse los trastos a la cabeza. A lo mejor a ello contribuía que los comunistas tenían sus dogmas, su libro sagrado («El Capital», libro del que los socialistas huían por considerarlo arduo), sus teólogos, sus sacramentos (señaladamente el de la confesión, o «autocrítica» en jerga marxista), su papa y su Vaticano, llamado el Kremlin. Los socialistas tiraban más por libre, y como se trata de un partido decimonónico, hacían gala de anticlericalismo, que era profesión muy de moda en el siglo XIX. De manera que si la Iglesia apoyó de manera decidida al régimen de Franco, también fue la Iglesia la primera institución en apartarse del franquismo. Por los años cincuenta surgió la figura del «cura obrero», que tenía muy poco que ver con el clero tradicional. Por cierto, se dio el caso de que en una parroquia próxima a Oviedo, un cura tradicional fue sorprendido en alcoba ajena, y al salir precipitadamente por la ventana, rompió una pierna. En los muros de su parroquia se reiteró la pintada: «Queremos curas obreros, no puteros».

De los «curas obreros» se pasó, de manera bastante natural, a los «curas comunistas», que fue el título de una novela del P. José Luis Martín Vigil (que todavía era jesuita), un escritor de mucho éxito en los años cincuenta y sesenta, de no mayor sustancia literaria que Corín Tellado, salvo que sus libros eran más caros. Martín Vigil tenía un olfato especial para los temas de «candente actualidad», como se decía en el lenguaje periodístico de la época. En «Tierra brava» inicia su personal apartamiento del régimen relatando un crimen de la Guerra Civil cometido en la zona nacional. No leí «Los curas comunistas», pero imagino el asunto. En aquellos años difíciles, muchos curas y católicos practicantes, que preferían considerarse más cristianos que católicos, dieron la cara con valor y convencimiento. En la Universidad, antes que empezaran a actuar miembros del PC, la JEC (o Juventudes de Estudiantes Católicos, la rama estudiantil de la JOC) representaban el único movimiento organizado, y su actuación, al menos en Oviedo, fue perceptible. El delegado de la Facultad de Letras de los primeros años sesenta era un miembro de la JEC llamado Lobato: un hombre tímido, que debía pasar mucho miedo, lo que demostraba que era valiente. Simultáneamente, las parroquias se abrieron para acoger reuniones clandestina de carácter sindical y, posteriormente, de carácter político. El Seminario diocesano pronto se convirtió en el escenario insustituible de actos de oposición al régimen, desde asambleas, congresos y reuniones del más variado tipo hasta conferencias como una de Joaquín Ruiz-Giménez, muy concurrida.

Algunos clérigos revoltosos, como entonces se decía, cobraron una gran notoriedad, como Nicanor López Brugos, legendario cura de Mieres y excelente persona; el conocidísimo Pepe el Comunista, a quien lamento no haber conocido, porque se cuentan de él cosas formidables, y algunos otros que, efectivamente, acabaron militando en el Partido Comunista. Otros con gran sensibilidad social, como el recientemente fallecido Gelu Cuervo, rechazaron cualquier tipo de militancia política para centrar su gran labor social en Cáritas. Aquellos curas practicaban la caridad antes de que se devaluara en la demagógica solidaridad, que tantas bocas llena y tantas veces se pronuncia en vano.

Acaso el «cura comunista» más representativo haya sido Manuel García Fonseca, «El Polesu», que nació en Pola de Siero pronto va a hacer setenta años y que, de acuerdo con la previsión familiar, iba para marino mercante, por lo que su abuelo lo llevaba a Gijón en xarré para que viera los barcos; pero a él le dio por hacerse cura porque quería ser misionero, ir a África a bautizar a los negritos y a China, a llevarles a los chinitos inmensas bolas construidas por las niñas de la catequesis y de los colegios de pago con los papeles de plata que envolvían las chocolatinas. ¿Para qué querrían los chinitos aquellas grandes bolas de papel cuidadosamente prensado por la devoción infantil? Porque las bolas eran para los chinitos; nunca se le ocurrió a nadie mandar bolas a los negritos. Por aquel entonces, a las tierras de misión todavía no se las llamaba al Tercer Mundo. Cuando El Polesu se enteró de que existía el Tercer Mundo en Asturias, a la puerta de casa, y el resto de su vida, hasta el presente, fue un luchador valeroso, que no renunció al cristianismo por el comunismo, sino que los compaginó a su modo: para él, el cristianismo es una utopía, y el cura, un ciudadano, más permeable a los problemas porque su profesión es estar con las gentes. Como ciudadano comunista fue elegido diputado, que es una ocupación que consiste en vivir de espaldas a las gentes y en acordarse sólo de ellas para pedirles el voto. Me refiero, claro es, a los partidos grandes y electoralistas. El Polesu siempre estuvo a disposición de quien le necesitara: como ciudadano, como cristiano y como diputado en la época en que lo fue.

La Iglesia española, en la actualidad, es algo distinta de la de la época de los «curas comunistas». En estos momentos, defendiendo sus intereses, defiende las libertades públicas frente al intervencionismo estatal. De los «poderes fácticos», tan temidos y respetados en otro tiempo, hoy degradados y humillados, la Iglesia es el más firme. Los militares y los jueces son funcionarios, cobran del Gobierno. La Iglesia, por el contrario, es independiente. La independencia es condición indispensable de la libertad.