Cinco horas de cola dan para mucho en la T-4 de Barajas. Para hacerse amigo de Mencía, una estudiante que terminó desesperada camino de Dublín con un transbordo por Londres y sin hora prevista de llegada -quizás hoy esté aún camino de Irlanda-, o para escuchar a Damaris, emigrante dominicana en Milán, clamar por un bono para un bocadillo y pedir un hotel con la boca pequeña. «No tengo un solo euro en mi cartera, confiaba en mi billete para Milán». Ni bocata, ni hotel, ni nada. Ni siquiera un miserable «disculpe las molestias» del otro lado del mostrador de atención al cliente.

Terminar el día en Génova, a orillas del Mediterráneo, era el final menos pensado para una aventura que no se acabó de cocinar hasta la madrugada. La hoja de ruta de este viajero de LA NUEVA ESPAÑA era ideal, de ensueño: desde Santiago del Monte, aeropuerto de Asturias, a Madonna di Campiglio, perla de los Dolomitas, estación de esquí de película para ver a Fernando Alonso en su estreno con Ferrari. Él si llegó a meta, en helicóptero, vestido de rojo, rampante, sonriente como un niño el día de Reyes. Otros estábamos a medio camino por culpa del temporal y el caos en Barajas.

Mientras Alonso se vestía de rojo, en Barajas, a esa hora, había cientos -es posible que pasaran de mil- de incautos atrapados. Había nieve, sí. Pero no todo era culpa del temporal. Con rascar un poco se descubría el verdadero motivo. Las conversaciones al oído, a hurtadillas y sin identificarse señalaban a la torre de control, a una huelga encubierta de controladores. «Aprovechan el temporal para pasar factura. Es algo impresentable», le susurraba un fornido tipo de seguridad a un Guardia Civil. Para ellos era la venganza que los controladores le pasaban a Aena, otro capítulo del fuerte desencuentro del colectivo con la gestora aeroportuaria. Varios números del cuerpo armado cuidaban del orden en la fila de pasajeros, cientos de maletas en manos de tipos agotados. Niños, mayores, mujeres? no había compasión para nadie. El mínimo, cinco horas de fila.

Pues después de escuchar mil y una historias, a María Alcantarilla -la encargada de buscar salida a los atrapados- todavía le quedaba margen para la sorpresa. «Para Milán no tengo nada, ni hoy (por ayer), ni mañana (por hoy)», soltó con el soniquete aburrido que da una tarde de negativa tras negativa. Era imposible llegar ya a encontrarse con Fernando Alonso, pero el transporte de Ferrari esperaba en Malpensa, y hasta Madonna di Campiglio todavía hay desde allí más de 300 kilómetros.

-¿Y para Turín?

-Nada.

-¿Venecia?

-Lleno y con lista de espera.

-¿Bolonia? ¿Génova?

-Tampoco.

-¿Tienes algo para el norte de Italia?

Su rictus serio ante el ordenador, obligado frente a decenas de viajeros enfurecidos, dejó escapar una media sonrisa. La empleada de Iberia no daba crédito.

Había que ser ágil de mente porque la meta era no abandonar el mostrador sin una tarjeta de embarque. Pues a probar por más arriba del mapa. Veamos.

-¿Cómo están los vuelos a Múnich?

-No hay nada disponible.

-¿Ginebra? ¿Zúrich? ¿Berna? ¿Salzburgo? ¿Lyon?

-No, no, no, no y no.

-¿De verdad que ustedes se dedican a la aviación?

María Alcantarilla no aguantaba más. Pidió disculpas y se levantó. En el cuartillo anexo le explicaba la historia a un compañero. Se partían de risa sin saber que desde fuera se les veía. Regresó.

-A lo mejor le puedo colocar para Génova, que es un vuelo de Air Nostrum (compañía filial de Iberia.

-Que así sea, por favor.

Diligente, liquidó el trámite con solvencia. Había que comunicar a Ferrari el cambio de planes. La llegada se iba a retrasar y, desde luego, no era ni de lejos al lugar previsto. Mientras Alonso descendía de su helicóptero aclamado como una estrella de rock entre la nieve, en la casa del cavallino se preocupaban por uno de sus invitados, descarriado, perdido por los aeropuertos de Europa. «Un coche con conductor le esperará en Génova». ¡Grande, Ferrari!