Hay un tango que dice que la vida es una herida absurda. Letra apropiada para esos sueños que empezaron como pesadilla en un buque de vapor y que impedían a quienes los tenían sentirse totalmente libres. Aquellos asturianos -que huían de la miseria en cadena- pusieron los pies en la capital argentina anhelando un retorno que, en muchos casos, resultó imposible.

No hubo desencuentro con la nueva tierra de acogida. Simplemente, era el deseo de volver lo que los distinguía de otros ciudadanos trotamundos. Ese inconformismo, junto con la familia, fue lo que los mantuvo con presencia de ánimo durante muchos años en un país tan desmoralizante en lo político como entrañable en las costumbres cotidianas. La mayoría militó en la clase media, esa masa social que siempre sobrevive incluso cuando los gobiernos hacen lo imposible por hacerla desaparecer.

Argentina es, con demasiada frecuencia, referencia impúdica de corrupción de Estado. En esa escalera -que siempre baja para el ciudadano- los hijos de nuestros paisanos, desde un rellano, dan testimonio de la peripecia: amaron, fueron felices, crearon sus familias... pero no dejaron ni un solo día de pensar en Asturias.

En Buenos Aires hay un lugar privativo de la memoria: el panteón del Centro Asturiano en el cementerio de Chacarita. Allí descansan los anhelos de muchos de los nuestros. Aquellos que al llegar sentían la necesidad de escribir a sus familias, de contar cómo era aquella ciudad deslumbrante que se agigantaba desde el barco después de veintitantos días de travesía.

Lo primero que hacían aquellos paisanos, después de salir del Hotel de Inmigrantes en el puerto donde eran recibidos, era agruparse para no perderse de vista unos de otros. Y así levantaron un refugio donde mitigar tanta pena. En aquel espacio fueron pintando el mural de una Asturias idílica, a la medida de sus sentimientos. El periodista argentino, hijo de belmontina, Jorge Fernández escribe que en el Centro Asturiano se construyó una Asturias de ficción donde se encontraba la felicidad perdida los fines de semana.

Cuando hoy todavía te acercas a una mesa de supervivientes octogenarios jugando una partida de cartas escuchas cómo pasan la tarde entre envite y envite, polemizando acerca de los kilómetros que separan Oviedo de Campo Caso. Al igual que cuando llegaron jóvenes, necesitan «estar» para poder «ser», ahora con la frente marchita del retornado imaginario.

No viene en las guías, pero ningún turista debería abandonar esa gran nación sin subirse a un autobús porteño y hacer un trayecto por las arterias callejeras de la capital argentina, siempre al borde del colapso. Nosotros, los españoles, al menos hasta ahora, no estábamos acostumbrados a contrastes tan radicales. Vivir intensamente es pasar en pocas paradas de la avenida Corrientes -de teatros y musicales abarrotados- a la miseria de la Villa 31 en el mismísimo centro de la urbe. Un poco así es la peripecia vital de un país que no da respiro. Hoy en Asturias, desde el agobio de la crisis, comprendemos algo mejor lo de las desigualdades sociales. Mientras tanto, ya empezamos a soñar con el retorno de unos tiempos que parecen ahora mismo idílicos por imposibles.

Nuestro actual fracaso socioeconómico es también el de nuestros emigrantes. Habrá que recordar que marcharon para dejar hueco y durante muchos años enviaron remesas a los que aquí quedaron. Dentro del mismo sobre en el que llegaba el dinero nos escribían de aquella sociedad donde los enigmas financieros generaban escándalos incomprensibles para gentes sencillas como ellos.

Es curioso, pero hoy en el Centro Asturiano de Buenos Aires hay preocupación por la suerte de España más que por la de la errática Argentina, que los tiene tristemente acostumbrados. Y a más de un abuelo sabio le viene a la mente aquella maleta vieja con la que llegó al Río de la Plata. Pobre, pero cargada de una dignidad y unos valores que hoy resultan muy lejanos en el tiempo. Cien años de Centro Asturiano, un montón de vida trasplantada. Un apretado equipaje de sueños que descansan en paraísos perdidos. Un siglo de la Asturias real y la imaginada.