En algún momento de nuestra historia personal la caja metálica con lunares de colores del Cola Cao se convirtió en un objeto de coleccionismo, precisamente cuando hacía muchos años que en la mayoría de las casas habían ido a parar a la basura.

No sé muy bien de dónde nos nace ese deseo de perdurar por encima de nuestra propia finitud, de conservar objetos prácticamente inservibles hoy día pero que nos aferran al pasado, como si lo realmente importante no fuese, sobre todo, el presente (el futuro quién sabe si llegará siquiera).

Y conste que yo me confieso totalmente culpable de esa añoranza agridulce, ese coleccionismo poco útil de objetos pasados. Me cuesta desprenderme de las cosas, como si conservándolas pudiera ahuyentar la certeza de que el tiempo es la realidad más cambiante y activa con la que convivimos.

Así que, con la peregrina excusa de que aún funcionan, guardo la máquina de escribir, la grabadora que me regalaron cuando hice la primera comunión (no llegaba aún a la categoría de «radio-casset», que eso vino más tarde) o los disquets (si pensamos en un pasado muchísimo más reciente), de los que ya no recuerdo lo que contienen y que no puedo mirar en ninguno de los ordenadores de casa. Supongo que una tiene muy arraigado aquello de «mientras hay vida hay esperanza».

En cualquier caso siempre podemos pasar un rato divertido, en una especie de experimento de museo de la historia y la tecnología, si compartimos con nuestros niños del siglo XXI alguno de estos trastos viejos. Podemos jugar, por ejemplo, a adivinar por dónde y cómo se pone el papel en la máquina de escribir, qué hace un «comediscos» o cómo marcar el número de teléfono en uno de rueda.

Supongo que la diversión no duraría demasiado, yo misma me veo incapaz de volver a tanto desarrollo manual, a sabiendas de lo gracioso que debe resultar verme escribir un mensaje de móvil en la pantalla táctil, a una velocidad bastante inferior a la que usaría para hacerlo de manera convencional con lápiz y papel.

Pero no me rindo, los trastos de mi pasado los guardo para la sonrisa interna, para el soliloquio íntimo que me consuela de las pérdidas definitivas. Porque estoy decidida a avanzar hacia lo nuevo, aunque me toque ir siempre unos pasos más atrás y en algún momento del camino se vuelvan, como los míos, trastos viejos en otras memorias y otros recuerdos.