A punto estuve de titular el comentario «El reloj del abuelo», pero luego di marcha atrás, je, je, por cuestiones necrológicas. Muchos de ustedes la conocen y, mejor o peor, recuerdan alguna de sus estrofas. La cosa es que, siendo ya abuelo desde va a hacer un par de años, ese reloj del que ahora intento contarles a ustedes la historia, tiene exactamente cincuenta años y está comprado, día arriba o abajo, en fecha histórica que nadie parece querer recordar: 18 de julio, pero de 1962. Unos años después de adquirirlo y viendo el espléndido resultado que estaba dando, lo mandé grabar y así consta en su reverso.

Teniendo muy poca edad, algo llama la atención a los niños en general: el poner un reloj en su muñeca. Creo que pocos padres se libran de poner a uno de sus retoños lo que a éstos les parece algo excepcional y, comparado con el diámetro de su brazo, aún más. Como la era del plástico ya había aterrizado hacía algún tiempo, mi madre me tiene comprado en «Casa Piñera», arriba de la Universidad, alguno de aquellos imitables relojes que duraban bien poco; pero uno vacilaba en tanto no rompía y se pasaba todo el día mirando aquella hora que, caprichosamente, uno movía en perfecto ángulo recto. Más el tiempo corría para todos nosotros, de pequeños íbamos para mayores y cuando cobré la primera paga extraordinaria de julio -decíase entonces bajo el completo nombre de «18 de julio»-, lucía entonces el año 1962, al darle aquella, valga la expresión, otra mensualidad, ella me dijo: «Quédate con el dinero y cómprate un reloj»: tenía 19 años. No tenía qué decirme a dónde ir a buscarlo, porque la relojería y joyería que estaba al lado del Cine Aramo, «Faustino Álvarez», en la calle de Uría de Oviedo, era propiedad del suegro de mi hermano y quién mejor que él para? Sería la tarde de un sábado, pienso yo, cuando me dejé caer por allí y ya en el escaparate, dentro de una pecera había un «Certina DS» que al pie decía algo así su eslogan: «Automático, sumergible y calendario»: eso era lo que yo quería. Impresionaba aquel mazacote que hoy, viendo los enormes relojes de pulsera que se estilan, no tenían punto de comparación. Más no pudo ser el de la pecera dado su costo, pero sí algo parecido y hasta más original de la misma marca y chapado en oro. Además tenía oculta su corona, puesto que, al ser igualmente automático, no precisaba uno darle cuerda. En cuanto a lo de sumergible, bien recuerdo que el propio Faustino me dijo sonriendo: «Mejor no lo metas en el agua, porque igual se afuega». Ah, y a través de una discreta ventanilla en la propia esfera, marcaba el día. ¿Y acaba aquí la historieta? Pues no, porque aún sigue y continua andando.

Hizo en este mes de julio la friolera de 50 años que compré dicho reloj. Efectivamente ya lo llevé un par de veces a «limpiar y engrasar» y ya el calendario, en uno de esos viajes al taller, anularon su función y permanece invariable en el día 26. El chapado en oro está casi como el primer día. La esfera sigue siendo clara y, repito lo más importante, el reloj automático, ya no sumergible y menos calendario, sigue andando y marcando su hora con extraordinaria puntualidad. Con el fin de no darle mucho trote, lo pongo exclusivamente en otoño e invierno, y después lo guardo hasta? ¡El guarda halla!