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De cabeza

El anzuelo, el niño y el pez

Perder por goleada cada vez que se visita un campo contrario, salvo que seas el peor equipo del mundo, no es lo habitual

El anzuelo, el niño y el pez

Dice Kenzaburo Oé, el escritor japonés ganador del Premio Nobel de Literatura en 1994, que se hizo escritor para reflejar el dolor de un pez: "Desde niño tengo interés en cómo nuestro limitado cuerpo encaja el sufrimiento. De pequeño, yo iba a pescar. Y me fijaba en el pez con el anzuelo clavado, que se movía mucho. Sufre horrores, pero en silencio: no grita. El niño que yo era pensaba: ¡cuánto dolor inexpresado! Ese fue el primer estímulo que me llevó a ser escritor, porque pensé que los niños tampoco podíamos hacernos entender bien. Me hice escritor para reflejar el dolor de un pez." Según aumentan los accidentes y la paradoja de las sorpresas repetidas, el aficionado oviedista se va pareciendo al niño que era Oé: tampoco es capaz de hacerse entender bien. Se multiplican las versiones, se multiplican los argumentos, se multiplican las justificaciones pero todo tiende hacia el ruido. O quizás el aficionado sea ese pez que lucha por librarse del anzuelo: el penúltimo fichaje, la enésima declaración solemne. Somos un banco de peces que aletean desesperados fuera de su hábitat natural: los aficionados más entusiastas porque creían que esta podía ser la temporada definitiva y los más escépticos porque, al menos, esperaban pasar un buen rato cada fin de semana.

Cuando la excepción se hace rutina la vida se vuelve insoportable, pues desaparece la alternancia. Perder por goleada cada vez que se visita un campo contrario, salvo que seas el peor equipo del mundo, no es lo habitual. Tal vez el objetivo de este año sea acostumbrarnos a los reveses, como si de una terapia para afrontar una vida longeva se tratara. Pero el pez sueña con corrientes de río y con remansos; con la luz del sol atravesando el agua hasta iluminar sus aletas.

El lunes pasado, cada conocido que me encontraba agitaba su cabeza tratando de soltar el anzuelo. El lunes pasado, cada expresión silenciosa que solicitaba mi opinión, recordaba al crío que fue por primera vez al Tartiere con el deseo de contagiarse con las ganas por un deporte y por unos colores. Melancólico, me cuenta un contertulio mientras revuelve su café que, a veces, viendo los partidos, le da la impresión de que hay jugadores a los que no les gusta el fútbol.

El cauce fluye más allá del asunto de ganar o perder. Todo se polariza: indignación o tristeza. Lo que más temo es que la demagogia y el histerismo asalten el escudo. Si el pez boquea que no lo humillen con situaciones ridículas y falsas promesas. No son necesarios los laureles. Para empezar, con un traje a medida sería suficiente. Y qué peligro que el plomo residual del lenguaje ocupe el espacio destinado a rodar el balón. Qué peligro la dichosa posverdad, la neolengua que Orwell inventó para "1984": "Tuvimos el partido controlado en la primera parte; quitando los goles no concedimos mucho".

Será mejor concentrarnos en que aún estamos a tiempo. Kenzaburo Oé dejó de pescar para ponerse a escribir. Ganó un Premio Nobel.

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