¡Jo, otra vez aquí el de los trenes! ¡Mira que en todo el verano nos dio la vara con el ferrocarril, que ni te cuento! ¡Ah!, pero ahora os voy a hablar de algo sobre trenes pequeños, muy pequeños y, valga la redundancia, para pequeños.

Y como las casas no se empiezan por el tejado, como recuerdo siempre, salvo la posible y única excepción de las Torres de Colón, en Madrid, que se hicieron de arriba abajo, voy a contarles la realidad del hecho o modificación de una parte de mi vida: ¡he sido abuelo! Y eso es mucho para mí. Sí, ya sé que está la calle llena, atestada, tanto diría que apestada de abuelos, de abuelitos o güelitos según el lugar donde caigan los nietos. Es muy pequeño, yo diría que pequeñísimo, pero tiene una mala leche? En nada, orgulloso como estoy, me parece que enseguida la voy a llevar a hacer una prueba de voz y, cómo no, buscarle una profesora de canto para que sepa al menos afinar sus berridos. Pero eso, es aún muy pequeño y aún no me atreví a cogerlo en brazos por el temor a que se rompa: son tan frágiles. Siguiendo con el tema que me ocupa, pero cambiando de vía, observen hasta dónde llega mi debilidad ya como abuelo.

Hace también muy pocos días, le notificaba a una buena amiga ubicada en Granada la venida de la buena nueva al mundo de referida criatura. A vuelta de correo y en la misma mañana -nuestro rápido correo es el electrónico, es decir, por internet-, no dudó en responder: «Seguro que ya le compraste el tren eléctrico». Me puse rojo, colorado, pero no de ira, sino de vergüenza: ¡me habían pillado con todas las de la ley! De dónde coño había sacado, inventado o intuido la señora en cuestión que mi debilidad ya intentaba traspasarla a un bebé, ¡qué digo!, a un recién nacido de muy pocos días. En efecto, incluso antes de venir al mundo, pero si sabiendo que era un varón y dando por seguro algunas de las buenas aficiones que heredaría de su abuelo, en un determinado lugar de la casa ese crío ya tenía guardado un hermoso juguete y éste no podía ser otro que un tren eléctrico. Cómo le sentará a sus padres esa precipitación tan explosiva de un juguete tan señalado: no tengo ni idea. Lo que si apuesto, en principio, es que dicho artefacto no será para que juegue su padre concretamente, sino y realmente el niño, cuando ya pueda sentarse y tenerse en suelo, y vea correr a su rededor esa máquina, que hasta silba, tirando por dos vagones.

Claro, hay abuelos mucho más sensatos que yo: ¡por supuesto! Los hay que, nada más que nace la criatura, lo primero que hacen es abrirle una cartilla de ahorros -dicen ellos- «hay que ahorrar para cuando vaya a la universidad». En mi caso, pensando en los momentos nada fáciles en el mundo que nos rodea, que rodean en demasía a una criatura tan pequeña, quise que naciese teniendo ya algo manual, entretenido y a propósito para su pequeña edad. Ya le vendrán momento más complicados y esos ya no me tocará verlos. ¡Y es que cada "cacho" abuelo por ahí suelto!