Ha vuelto, tras ocho años apartado de la política, Julio Anguita para coincidir en que el resultado de las reformas estatutarias es un churro y criticar a los suyos por haberse plegado a los socialistas.

Anguita, comparado con Llamazares, es Adenauer. Para no dejarse abducir o absorber, había inventado aquello de las dos orillas, que funcionó muchísimo mejor, el tiempo en que se aplicó, que lo de la casa común, que ha acabado por convertir a IU en «partidín subalterno» del PSOE, como el propio Anguita dice.

No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que el pez grande siempre termina por comerse al chico. Pero, como entre los llamazarinos abunda el género gilipollas, lo que ha hecho IU, durante todos estos años que ha faltado Anguita, es dedicarse al pacto subvencionado y al acercamiento al PSOE, de manera que, una vez que no se distinguía quiénes eran unos y otros, los votantes decidieron apoyar exclusivamente a los socialistas. En un paisaje tan difuminado, el elector de izquierdas lo que hace es elegir la opción con más posibilidades de representarlo.

La estrategia de Llamazares, posiblemente uno de los políticos con menos sustancia gris que existen, ha consistido en ser los tontos útiles de los socialistas, por un lado, y en aparearse con los nacionalistas radicales, por otro, dándole la vuelta a la idea inicial del internacionalismo. El resultado en estas últimas elecciones generales ha sido diputado y medio. Bien hecho.

La filial vasca de IU no ha tenido, por ejemplo, empacho en suscribir pactos en ayuntamientos con los proetarras. Es más, apoya a la alcaldesa de Mondragón para que siga en el machito, después de asegurar que se desembarazaría de ANV.

Cuando Anguita abandonó por razones de salud, Izquierda Unida era otra cosa. El «califa rojo» tiene razones de sobra para llorar, como Abderramán II después de la derrota de Clavijo.