Practicante del sano ejercicio de hablar claro -que ese sí que es un arte caro, ahora y siempre-, Alfredo Oreña, jefe de la estación de Feve en Llanes, le daba al significado de las palabras tantas vueltas como Roland Barthes, y manejaba, a modo de vademécum, un provocador panfleto anónimo, con el que solía hacer catequesis en el bar La Gloria. Agitando aquel cuaderno, Oreña recitaba: «Si el que bebe es bebedor y el sitio es el bebedero, habrá que llamar comedero a lo que hoy es comedor; comedor será el que coma, igual que bebedor quien bebe». O también: «El que descerraja un tiro, dispara, pero no tira. Tira el que tira de un carro, no el que dispara un fusil». O esto otro: «Si los que andan por la mar suelen llamarse marinos, los que andan en coche deberían llamarse cochinos; vasos pequeños, vasillos; mesas pequeñas, mesillas; así pues, a los novios pequeños habría que llamarles novillos».

En contraste con los cientos de miles de internautas españoles que hoy deberían volver a la escuela Primaria, en épocas pasadas abundaban por aquí gentes que, al margen de poseer o no estudios superiores, sabían manejar el léxico con la misma precisión milimétrica que Oreña. He aquí cuatro ejemplos didácticos de saber decir la frase adecuada en el momento oportuno:

Uno. Don Gabino era un sacerdote nada amigo de los circunloquios. Siempre atinaba con la expresión justa. Huía de la verborrea farragosa. Cuando estalló la guerra, lo detuvieron los del Frente Popular y fue llevado a cavar trincheras cerca del aeródromo de Cue. «¡Hombre! ¿No es usté el cura de La Borbolla?», le preguntó un miliciano, que pareció reconocerle. Y don Gabino, sin levantar la vista del suelo, contestó: «Éralo». (Lección de prudencia y concisión).

Dos. En los años 50 del siglo XX, uno de El Mazucu fue llamado a cumplir el servicio militar. Dicen que marchó no de muy mala gana -¿no era la mili, en el fondo, una ocasión única de conocer mundo?-. Pero el mozo, al poco de ingresar en el cuartel, estaba ya hasta el gorro caqui de carretar el mosquetón, de que le tocaran la diana, de hacer todo a la carrera, de las órdenes a grito pelado y de los zafarranchos en los retretes, de modo que se jartó y decidió ahuecar el ala. Se disponía a esfumarse con su petate al hombro, cuando fue sorprendido por el capitán: «¡Eh, tú! ¿Adónde coño crees que vas?». «Vome pa casa, que aquí no me jallo», respondió el recluta, tan perenne. (Lección de naturalidad... Y quizá también de pacifismo).

Tres. Ángel, «El Cabritu», filósofo y acordeonista de La Borbolla, se hallaba viendo el telediario en el bar La Gloria, y le llamó la atención una noticia: el Vaticano, al parecer, iba a autorizar que los casados pudieran hacer labores sacerdotales y seguir viviendo bajo el mismo techo que sus esposas, siempre y cuando no hicieran con ellas vida conyugal. A El Cabritu, que hasta entonces no había gorgutado, aquello no le cuadró: «¡Huy, Pepín! ¿Oísti? ¡Eso es como entrar en el molinu y no querer salir enjarináu!». (Lección de pragmatismo).

Y cuatro. A Remedios Peláez, la del bar y pensión España, no había quien la ganara en franqueza. Una vez, Miguel Bolado, uno de sus huéspedes más ilustres, le dijo que tenía que hacer una gestión en Ribadesella y que a lo mejor esa noche, en fin, llegaba a cenar un poco más tarde. Remedios -a buena parte con ella- mostró la mejor voluntad: «Nada, don Miguel, nada. Usted váyase tranquilu. No se apure. Ya sabe que aquí no tien ningún problema. Ningún problema, faltaría más». Y, dando un manotazo en la barra, remató: «¡Pero, después de las 10 de la noche, en esta casa no cena ni Dios!». (Lección de claridad superlativa).