Que ochenta mil personas se hayan congregado para asistir al ritual de la presentación de Cristiano Ronaldo significa, entre otras cosas, que las gradas del estadio Santiago Bernat son capaces de soportar no sólo una multitud enardecida, sino también una congregación de adeptos a la última utopía, esa que consiste en reemplazar el futuro por el dorsal de una camiseta galáctica.

No se trata, pues, de hacerle ascos a la pelota, que bastante tiene ya con rodar de un lado a otro -y, además, a puntapiés-, ni de esconderse detrás del banderín de córner cuando una cámara fotográfica asoma por la esquina. Ni tampoco de confundir a los hinchas -que los hay de todos los tamaños y modales- con una procesión de borregos en plena estampida, o creer que siguen siendo el opio del pueblo todas las plantas que crecen entre la hierba del estadio.

Como cualquier otro deporte, el fútbol debiera ser un lugar de distracción, sobre todo, y un espacio para la convivencia, sobre todo lo demás, en lugar de convertirse en un tizón que se va caldeando durante el verano hasta que, inevitablemente, inflama todo lo que encuentra a su paso cuando llegan los rigores del calendario deportivo.

Pero quizás porque, a fin de cuentas, el fútbol no sea más que un daguerrotipo fotográfico, una estampa repetida en la que se reflejan fielmente las contradicciones de la sociedad, asistimos, desde hace tiempo, a un miedo escénico en el que los intereses públicos se ven chantajeados por quienes controlan las estructuras financieras de los clubes.

No hace falta ser un lector atento para darse cuenta de que a diario, y por lo que respecta al terreno futbolístico, se producen bancarrotas deportivas y cierres de sociedades que habían invertido un considerable patrimonio. En la mayoría de estos casos, los dirigentes de turno del consejo de administración -presidentes, consejeros, accionistas?.- acuden a las instituciones estatales -diputaciones, ayuntamientos?.- para que pongan a reflectar, mediante la ayuda correspondiente, un proyecto que se fue a pique, debido, casi siempre, a su mala gestión.

Tampoco se necesita estar muy atento al juego de la pelota para saber que esos mandatarios son los mismos que, cuando se les pregunta su opinión sobre los desorbitasteis -y por eso mismo inmorales- fichajes de Cristiano Ronaldo o de Kaki, no tienen ningún empacho en contestar que se trata de temas privados, de capillas ajenas al erario público, y que, por tanto, allá cada cual con sus pulgas.

Creo que habría que poner unas reglas de juego que estuvieran claras para todos. Que los clubes -al igual que las asociaciones religiosas- se las apañen como puedan, y que el Estado invierta sus recursos en ayudar a los más necesitados. Mientras tanto, a nosotros nos corresponde meditar sobre nuestra posición en el campo. Entre un aficionado y un fanático media una porción considerable de terreno, lo que obliga a cada uno a saber estar en su sitio. Lo contrario, pasarse de la raya, a lo único que ayuda es a colocarnos en fuera de juego. Y ya se sabe que no hay peor cosa que estar desbocado.

Vale que admiremos la maestría de CR7 al sacar una falta, pero no nos olvidemos de tantas zancadillas como recibimos, sobre todo de los que negocian todos los domingos con una parte de nuestro dinero.