La estadounidense Elinor Ostrom, catedrática de Ciencias Políticas, se convirtió el año pasado en la primera mujer en lograr el Nobel de Economía gracias a su estudio de los bienes comunales. Descubrió la profesora, tras años de observación y análisis por todo el mundo, que los usuarios que gestionan por sí mismos un recurso desarrollan sofisticados mecanismos para tomar decisiones o resolver conflictos que resultan exitosos. Las teorías de Ostrom demuestran, en contra de la creencia convencional, que la propiedad común de pastos, bosques, bancos de pesca, ríos o lagos no tiene por qué estar mal gestionada o de manera pobre, ni necesita la interferencia de ningún otro organismo para regularse y ser efectiva. Y pone como símbolo de buena práctica consuetudinaria al Tribunal de las Aguas de Valencia. En esencia, los principios que inspiran ese jurado popular de riegos también pueden hallarse en la tradición asturiana.

Una cosa es lo público y otra muy distinta lo comunal. De tercer «sistema económico», ni colectivista ni privado, hablan los expertos al referirse a los bienes comunales. Los públicos son de todos y su propiedad figura inalterablemente ligada a una institución, ayuntamiento, Gobierno autonómico o Estado. Costes y beneficios son asumidos por éstos, y no hay restricciones individuales para el disfrute del bien: por su carácter debe estar al alcance de cualquiera. Los comunales son de grupos concretos, ligados a parroquias, aldeas o vecinos, y su finalidad es primordialmente social: nutrir a la comunidad en la que se encuentran. Los usufructuarios trabajan juntos en mejorar un recurso, un hayedo o un pastizal, y disfrutan también juntos de sus rendimientos, preservándolo de «extraños».

Jesús Arango, ex consejero de Agricultura de Asturias y profesor, hombre de pensamiento y acción, ha hecho casi un inventario de nuestros montes y reconstruido con tenacidad de miniaturista su situación. Su obra se plasma en un libro que pone ante los ojos de los asturianos, como fogonazos, dos conclusiones fundamentales: que la mitad de la superficie de Asturias son tierras comunales, de titularidad enrevesada cuya salida lleva siglos sin resolver, y que la mayoría están desaprovechados. Simplemente con recuperarlos para usos forestales o ganaderos se lograría doblar la renta agraria del Principado.

Muchos de esos montes tenían, y tienen, ordenanzas, regímenes y fórmulas de gobernanza, transmitidas generación tras generación, en la estela de las que deslumbraron a la Nobel Ostrom. La reconversión agraria, que trajo como consecuencia el abandono demográfico y económico masivo del medio rural, hizo que cayeran en desuso. Llevaron, de paso, al asilvestramiento de sus masas boscosas. Ahora, como la pescadilla que se muerde la cola, ocurre lo contrario: reutilizar esas superficies acaba convirtiéndose en un imposible por el confusionismo y las complicaciones de una propiedad diluida, diseminada y desincentivada por la crisis del campo.

En la Asturias del pasado el monte comunal, además de granero ganadero y tesoro forestal, fue para las familias una fuente de energía, suministradora de la leña de la cocina o de las vigas del cobertizo, y una despensa repleta de caza, pesca y frutos. Como señala el ruralista Jaime Izquierdo en su «Asturias, región agropolitana», ésta es sin duda una forma arcaica de relación de la aldea con el medio, pero eso no debe presuponer primitivismo o simplicidad, sino lo contrario: «La cuestión que sigue vigente es cómo actualizar el comunal en una estrategia moderna para el desarrollo antes de que se aliente su desguace».

Asumir esa tarea lleva implícito, condición imprescindible, contar con la gente de las aldeas, o la que pueda retornar mañana. Ellos tienen que ser los beneficiarios, en lo tangible y en lo intangible. Desplazarlos y restarles protagonismo es la causa del fracaso de muchas iniciativas rurales. El rendimiento forestal asturiano resulta ridículo con respecto a su tremendo potencial, porque nadie hizo partícipes a los pueblos de los montes. Ahí están para atestiguarlo casos como el de Soria, donde los ingresos de las talas llegan directamente a los agricultores, guardianes y rentistas del bosque. O, quizá mejor, como buenos rentistas del bosque, sus más interesados guardianes.

Hay una región que se nos escapa entre las manos. Frente a la potencia urbana de la megalópolis del centro y el resurgir de las villas y las cabeceras de comarca, cuyo vigor comprobamos semana a semana en la serie de LA NUEVA ESPAÑA «Viejas y nuevas polas», existe una tercera Asturias, la rural, que se deteriora y se despuebla. Frenar su inanición exige reinterpretarla. Diseñar nuevos modelos de aprovechamiento del suelo común puede ser un buen punto de partida para su renacimiento, además de una garantía para preservar una naturaleza sin par a la que la falta del moldeo de la actividad del hombre está cambiando.

Una vez más se impone, como ya reclamaba Jovellanos en 1782, sacar partido con diligencia a los ramos de la «industria rústica casi descuidados por los asturianos». Dos siglos después seguimos necesitando que alguien le eche coraje político parar tomar esa res por los cuernos.