No estoy hablando de estatuillas de madera, sólo tenemos que recordar cualquier visita a un centro de salud, hospital o consulta privada de un médico. Es cierto que ya se va notando menos, pero los médicos siempre han sido una «raza aparte» que, en mi opinión, necesitan un pequeño y cariñoso repaso. También es cierto que el pedestal en el que moran se lo hemos ido construyendo nosotros con esa actitud de «haz de mí lo que quieras» con la que muchas personas se presentan ante los galenos. Sin ir más lejos, recuerdo una pregunta, entre atónita y ofendida, de mi madre cuando, dijo: «¿le hablas a tu médico de tú? -Claro, él también lo hace?». No sigo refiriendo la conversación porque no vienen al caso los detalles; en esta ocasión, el pobre doctor no tuvo nada que ver pero hay otras en las que sí lo tienen y, entre unas y otras? el complejo de Dios está servido.

Refiero lo que me contó un buen amigo: «A mí cuando me dicen: doctor, ¡me duele todo! Siempre le pregunto: ¿le duele el pelo? No. ¿Le duelen las uñas? Pues no. Bien empecemos de nuevo, ¿qué le duele?». Hombre, que no digo yo que no lleve razón pero hay un refrán popular que dice: «A buen entendedor, pocas palabras bastan», y, aludiendo al mencionado refrán, no creo que sea necesario seguir hablando del tema. También podríamos comentar ese pudor que nos hace, no sólo indicarle al médico nuestra dolencia con subterfugios de difícil comprensión, sino que nos obliga a utilizar términos que, pareciéndonos tan finos, terminan resultando ridículos. Las personas de edad suelen decir aquello de: «Es que me duele en semejante parte?» mientras se llevan las manos a una zona determinada del innombrable. Sí, me refiero a nuestro cuerpo de la pielecilla hacia dentro, porque si empleamos el término «nervio» cuando en realidad nos estamos refiriendo a un «tendón»? ¡Qué dios nos pille confesados! porque las risas se pueden escuchar hasta en El Huerna.

Recuerdo que, hace poco, una amiga tuvo que referirle a su médico una reacción que tuvo. Ella, intentando explicar con palabras humanas lo que le pareció sentir, expuso entrecortadamente: es que sentía como que se me había quedado débil el corazón. Es cierto que yo no vi la cara del médico que, según su «víctima», intentaba esconder una rebelde sonrisa socarrona estilo centurión romano ante Julio César en «La vida de Brian» (si no la habéis visto, os recomiendo que lo hagáis), pero sí vi el rostro de mi amiga rojo por el apuro pasado y un poco verde por la rabia de haber llegado a sentirse tan inferior.

Señores facultativos, ustedes son tan vulnerables, como los demás, a las jugarretas de la vida en general y a lo que no tenga que ver con la medicina en particular. ¡Vamos a llevarnos bien!