El ejercicio por los demás de sus derechos nunca debiera conducir a la privación de los nuestros, que son constitucionalmente tan valiosos como aquéllos. Y sin embargo esta sencilla verdad jurídica requeriría, para que fuera eficaz en la práctica, un grado de civismo mucho mayor del que nuestras sociedades poseen. No sólo en una dictadura se pisotean las libertades más básicas: puede ocurrir igual en una democracia cuando el Estado se revela incapaz de inhibir o limitar el ejercicio descontrolado de los derechos fundamentales por parte de sus titulares. Es claro que el derecho a manifestarse no comprende el de causar daños en personas y bienes, que la libertad de expresión no ampara la injuria y que el derecho a informar verazmente, basamento de una opinión pública libre, no puede destruir el derecho a la intimidad personal. Del mismo modo parece evidente que el derecho de huelga de los trabajadores -indispensable en una sociedad sin servidumbre- no cabe que cercene la facultad de los ciudadanos de secundar o no la huelga declarada, en ejercicio tanto de sus libertades de todo orden como de su específico derecho constitucional al trabajo. Una huelga que se impone por la fuerza es un acto propio de un sindicalismo mafioso. La huelga sólo resulta legítima, pues, en un contexto de plena libertad de participación y adhesión.

Los ciudadanos de los países democráticos, y España entre ellos, padecen a menudo huelgas laborales o ceses de la prestación de bienes y servicios por empresarios autónomos que utilizan a la población como rehenes de sus reivindicaciones. Piénsese en las huelgas de controladores aéreos o de pilotos, o de empleados del servicio de recogida de basuras, o de la sanidad pública, o del sector del taxi, o del transporte de mercancías por carretera, etcétera. La huelga tiene pleno sentido y legitimidad cuando perjudica principalmente al empleador. En cambio, cuando es la mayor parte de la ciudadanía la que padece sus efectos, el ejercicio del paro debe someterse a límites estrictos. Tales límites existen legalmente y se concretan en la garantía de la actividad mínima tendente a «asegurar», dice la Constitución, «el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad». Ahora bien, los servicios mínimos se incumplen frecuentemente, sin que ello tenga consecuencia alguna para los infractores. A quienes promueven el paro lo que les importa es la magnificación del daño, no un daño limitado, controlado y proporcionado, que es el que cabe exigir en una sociedad civilizada. «Cuanto peor, mejor»: he ahí el lema de quienes, desarrollando un trabajo por cuenta ajena o de manera autónoma, deciden cesar temporalmente en su labor. El síndrome de multiplicación de efectos nocivos se halla tan arraigado en nuestra mentalidad que, cuando los que paran no afectan con su huelga a sectores clave de la vida económica y social, cortan el tráfico en las principales vías de comunicación sin importarles los perjuicios que originan. Da, así, la impresión de que las huelgas vuelven a los hombres al estado de naturaleza hobbesiano: a la prejurídica guerra de todos contra todos. En estas circunstancias, además, los principales responsables del orden público (ministro del Interior, delegados y subdelegados del Gobierno o consejeros autonómicos del ramo, en su caso) adquieren un grado de invisibilidad tan elevado que no parece sino que el Estado, en efecto, ha dejado de existir eficazmente.

Cuando asistimos al grave fenómeno social de una huelga general (y van cinco en las tres últimas décadas, si no me equivoco), surgen varios interrogantes. ¿Contra qué o quién se dirige la huelga de todos los sectores productivos y laborales: contra el sistema socioeconómico en sí mismo, contra un Gobierno representativo de intereses determinados o contra una concreta política económica? Estos días algunas voces han dicho que la huelga se planteaba contra la dictadura de los mercados financieros. ¡Pues estamos listos! Aunque hay que regular lo más posible esos mercados, su control completo resulta imposible. Ir a la huelga contra los mercados evoca, por tanto, la reacción de Voltaire ante el muy destructivo terremoto de Lisboa de 1755: enterado de semejante catástrofe, ¡Voltaire «protestó»!

Pretendidamente, a la huelga general del 29-S se ha ido contra una determinada política del Gobierno de Zapatero, supuestamente impuesta por «los mercados», la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y la Casa Blanca. Ahora bien, toda vez que tales enemigos a batir no son precisamente una broma, ¿es que la España de la huelga general se ha proclamado dispuesta a quedarse sola en toda la galaxia?

Según los sindicatos mayoritarios, decidieron convocar la huelga para que el Gobierno rectificase su política de recortes sociales, aun teniendo en cuenta que se había instrumentado mediante una ley de las Cortes, es decir, con el acuerdo mayoritario de los representantes del pueblo reunidos en el Parlamento. Pero la presión sindical no ha podido ni podrá, dadas las circunstancias, alcanzar resultado sustancial alguno, cosa que es inimaginable que se les escapase a los líderes de UGT y CC OO. En consecuencia, la huelga no tenía más objetivo real que hacer patente la fortaleza sindical dentro del sistema de toma de decisiones. Se ha tratado, en suma, de una demostración de fuerza destinada a evidenciar y justificar el peso de los sindicatos como organizaciones indispensables no sólo del proceso de interlocución social, sino del propio entramado institucional de gobernanza política. Todo un amplio aparato burocrático de sindicatos de bajo nivel de afiliación pero financiados con fondos públicos se jugaba su credibilidad. De manera que la huelga debía tener éxito sí o sí.

A partir de tal necesidad -y regreso aquí al inicio del artículo-, lo que para los huelguistas suponía el ejercicio de un derecho constitucionalmente reconocido se convirtió para los demás ciudadanos en un deber de secundar la huelga. Ese deber, aunque jurídicamente inexistente, vino impuesto por la acción coactiva de los piquetes y el incumplimiento de los servicios mínimos, interrumpiéndose donde se pudo el tráfico de vehículos privados e impidiéndose el transporte público de superficie. Ningún autobús urbano prestó servicio en mi ciudad. Tampoco funcionó el transporte universitario. Mientras iba andando a mi trabajo recordé «La técnica del golpe de Estado», de Curzio Malaparte, y experimenté el mismo sentimiento de humillación que sufren las víctimas de cualquier infractor de la ley.