David ORIHUELA

-¿Qué hay de comer?

-Fabas pintas, sopa, albóndigas y de postre, pera.

-¿Cuánto es?

-50 céntimos.

-Hermana, no tengo dinero.

-¿Tienes hambre?

-Si.

-Pues pasa.

La conversación es real y no es aislada. Se repite varias veces, cambiando el menú, en la puerta de la Cocina Económica de Oviedo. Esta charla concreta tuvo lugar un día de esta semana. Sor Asunción, una de las seis Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul que atienden la institución benéfica, es la encargada de cobrar el «ínfimo» precio del menú.

Tras abonar los 50 céntimos, más por dignidad que por lo que cuesta lo que van a comer, los usuarios recogen la bandeja en la que las hermanas y los voluntarios -hay un centenar repartidos en turnos- les sirven las viandas. En el más absoluto silencio se sientan en las mesas, cada uno pensando en lo suyo y comiendo despacio, saboreando con la seguridad de que las puertas estarán abiertas para la hora de la cena. Saben que allí, y siempre que no armen lío, habrá un plato de comida caliente.

La mayoría se conoce, se saludan con gestos y las conversaciones más largas las tienen con las hermanas y los voluntarios que se preocupan por su salud, por su estado. No es timidez, pero no hablan quizás por cansancio o porque tampoco tienen demasiado que contar. Pero hay quien sí necesita que le escuchen y lo intenta. Dos hombres charlan de mesa a mesa. Uno español y otro de rasgos latinoamericanos.

-¿Y ahora a dónde vas?

-A la Lila, a internet.

-¿Y luego a trabajar?

-Sí, tengo que salir corriendo.

Han comido sus fabas y sus albóndigas y se saludan. Son de los pocos que rompen el silencio en el comedor situado en la calle San Vicente, a la sombra de la celda de Feijóo. El comedor, con capacidad para más de un centenar de personas, se queda pequeño: al día se sirven unas 180 comidas y alrededor de 150 cenas.

A la una de la tarde una veintena de personas esperan a la cola para poder pagarle sus 50 céntimos a la hermana Asunción. Hay algunas caras conocidas de Oviedo, mendigos de toda la vida, pero no es el perfil de los que en los últimos meses acuden a este comedor social. La mayoría son personas con pequeñas pagas, pensiones o subsidio de desempleo, con las que no llegan a fin de mes por obra y gracia de la crisis económica.

La hermana Blanca Argote está al frente de la Cocina Económica desde hace nueve años, y ha visto cómo han cambiado las cosas. De mano, cuando ella llegó había estudiantes y oficinistas que disponían de un turno especial de comida. Hoy no. La Cocina Económica es para los que no pueden pagar la comida en otro sitio. «Yo no me hice monja para ser la criada barata de nadie», resume una de las hermanas. No están allí para servir a quien se puede permitir pagar lo que en realidad cuesta lo que se va a comer.

Eso sí, no dan la vuelta a nadie, «a no ser que venga en muy malas condiciones y pueda generar problemas», reconoce Sor Blanca. De todos modos no es lo habitual. En caso de que un comensal no cumpla las reglas mínimas para sentarse a la mesa sin molestar a los demás tampoco se queda sin comer: las hermanas o alguno de los voluntarios le piden que no entre en las instalaciones pero le dan un bocadillo para que se lo coma en otro lugar.

En el comedor todas las mesas están ocupadas. Las hermanas salen de vez en cuando de la cocina a echar un vistazo mientras un policía local conversa con Asunción en la puerta. No hace falta nada más, los usuarios conocen las normas. Si quieren agua se levantan y cogen una jarra, si quieren más comida acuden con su plato al mostrador y les servirán de nuevo, y si acaban y se quieren ir, deben recoger su bandeja y dejarla en uno de esos carros como de bufet de hotel.

Son casi las dos menos cuarto de la tarde, hora en la que ya no puede entrar nadie. Una chica con una bolsa de una conocida tienda del centro de Oviedo entra resuelta. Paga el medio euro y recoge la bandeja. Se sienta en una mesa en la que hay un hombre. Minifalda, gafas, collares, pendientes, pulseras a la moda y una camiseta de manga corta bajo una cazadora. Se recoge el pelo en una coleta. No llega a los 30 años y se maquilla con acierto.

Es la última en llegar antes que las familias, que no pagan. Lo hace el Ayuntamiento, que mensualmente entrega un listado a las hermanas. Los niños no pueden entrar en el comedor, así que les dan la comida para llevar a casa. De este modo se sirven otras 90 comidas.

Y en la cocina se friega, porque todo debe estar listo para la cena.

Uno se va con el estómago lleno de unas excelentes fabas pintas rematadas con albóndigas con pimientinos.