Música celestial y multidireccional con treinta y cinco arias y el consiguiente rosario de recitativos, un terceto, un cuarteto, tres coros de solistas, una sinfonía de obertura, fanfarria, ouverture, preludio y ballet; una historia encadenada y terrible, tratada según un libreto cómico y trasladada al presente en una doble pirueta; voces y orquesta de gran calidad para la batuta de un maestro inspirado; mujeres haciendo de hombres y hombres con tesitura femenina, y, en fin, una escenografía doblemente videocinematográfica acabaron sumando un gran espectáculo, gloriosamente mestizo. Así fue la ópera «Agrippina», de Haendel, que el domingo se sirvió en el Campoamor según una coproducción de Ópera de Oviedo y Vlaamse Opera.

La velada se abrió con una escena mixta que se mantendría, con sus variantes, a lo largo de toda la sesión: arriba, proyecciones fílmicas ad hoc; abajo, la arena propiamente dicha. Imágenes de rascacielos texanos -la acción ocurre entre plutócratas del petróleo- y, a su pie, un despacho de alta dirección de apenas ocho metros cuadrados: la morbosa afición por las casas de muñecas fue quizás el único borrón de la jornada.

La mezzosoprano Anna Bonitatibus, como Agrippina, y la también mezzo Serena Malfi, en el papel de Nerone, pusieron en marcha la tarde- noche con eficaces recitativos para presentar la acción en medio de un lamentable achique de espacios escénico, ya que el supuesto despacho de multinacional parecía el consultorio de una echadora de cartas. El emperador Claudio ha muerto. Agrippina da una lección de tartufismo: la infinita hipocresía como método de triunfo. La primera aria da capo -desde la cabeza, desde el principio, según la fórmula ABA: la segunda A remite al comienzo del aria- fue para Nerone. Muy bien la mezzo napolitana. Agrippina y Pallante -encarnado por el bajo João Fernandes- hicieron la escena del sofá, tan distinta de la clásica del Tenorio, que se salvó sólo por su voluntad cómica. «Quien sabe ocultar lo que desea lo consigue», canta Agrippina -Bonitatibus, claro, acertada en el cuarto número de la obra-, que habla por boca de Vincenzo Grimani, el cardenal letrista que, sin duda, había leído a Gracián y su arte del disimulo en lo que hoy llamaríamos inteligencia emocional. Un aria encantadora.

Cambio de escena, siempre con los operarios del teatro trabajando a la vista, hasta el punto de que al final de la ópera recibieron una de las mayores ovaciones por parte de un público cargado de intención y que, obviamente, también ha leído a Gracián. Sentado en una limusina Nerone se volvió a lucir en el quinto número de la tarde con una corta intervención, como siempre entre recitativos de carácter marcadamente explicativo. En esos trances, la labor del bajo continuo, con los asturianos Aarón y Pablo Zapico y Juan Carlos Cadenas, fue siempre impecable.

Nueva escena, nuevo lucimiento de los tramoyistas. En un comedor, con fotos de pozos de petróleo sobrevolando, Agrippina -más que nunca en el papel de gran dama de Dallas- insiste en la muerte de Claudio, seguida de otra aria de Nerone, de nuevo estelar. Llega Ottone -el contratenor Xavier Sabata- y asegura que Claudio vive. Cuarteto concertante -un verdadero lujo- y resolución: Ottone será el nuevo césar, pero ama a Poppea, según explica en el décimo número de la velada con calidad y sentido. Triunfó a lo largo de toda la noche.

Nuevas coordenadas. Alcoba de Poppea -la soprano rusa Elena Tsallagova-, que ataca una típica aria da capo. Muy bien. Nunca bajaría el listón de la calidad con su buena voz y sus maneras de actriz convincente y de natural seductor. Agrippina se esconde para espiarla tras una mínima columna -la verdad es que lo hacen muchísimo mejor en las comedias de Arturo Fernández- y después enreda a Poppea, que replicó con otra aria de excelente factura. Lamentablemente, a la hora de mirarse de cuerpo entero en un espejo apenas logró hacerse con uno de mano. Menguada corte imperial o, para el caso, multinacional.

El barítono Pietro Spagnoli, bien conocido por el público del Campoamor, ofreció en el rol de Claudio el aria número trece, una canción de seducción muy bonita y bien expresada, e insistió con «ven, querida, que en este estrecho...». Sólo esa entrada, tan acertada, bastaría para justificar con creces su labor a lo largo de toda la ópera. Poppea, engañada por Agrippina, está a punto de seducir a Claudio sin realmente pretenderlo y salta la alarma. ¡Qué viene Agrippina!, la esposa del emperador, a punto, supuestamente, de ser burlada. Un terceto de Claudio, Poppea y Lesbo -encarnado por el bajo Valeriano Lanchas, mucho más que un secundario- resolvió bien el trance, seguido de una escena cuasi lésbica entre Agrippina y Poppea que se soltó con el aria número diecisiete, rápida y enérgica: «No ama quien desprecia el amor». Muy bien, con un gran agudo como cierre del primer acto tras una hora y veintidós minutos de acción. Si Revel dijo que la mentira mueve el mundo y Glucksmann aseguró que el gran motor era el odio, «Agrippina» demuestra que son ambos los que cuentan por encima de todo.

El segundo acto -tras una pausa que más de uno aprovechó para abandonar el teatro y no volver- se abrió en un restaurante bueno para un pueblo manchego pero no para Dallas y con Ottone triunfante. Tras un preludio de la OSPA, siempre con sanos afanes protagonistas en la batuta del maestro Bayl, la acción se trasladó a un salón burgués donde el coro de solistas -Poppea, Ottone, Agrippina, Nerone, Claudio, Lesbo, Narciso y Pallante- cantó «Viva el triunfante Claudio» con las hechuras casi de la inmortal «Water music» del propio Haendel. Claudio acusa a Ottone de traidor. Triunfa el enredo tan cuidadosamente urdido. Agrippina desprecia al joven recién caído en desgracia y se va riendo. Nerone canta, como siempre, de matrícula. Vuelta al restaurante dizque manchego. Ottone se queja: «La más ingrata es Poppea», en un aria larga, dramática y excelentemente resuelta.

Nueva escena -los operarios no paran-, ahora en la terraza de un chalé. Poppea, en traje de baño. Ottone se lamenta -todo indica que para el purpurado guionista los buenos son indefectiblemente tontos- y le muestra su amor. Poppea repasa las acusaciones de Agrippina y termina por comprender el engaño, así que canta con rabia y calidad el aria número veinticinco de la serie. Entra Nerone y Poppea se le declara; Nerone replica cantando maravillosamente «cuando una mujer invita a su amante». Por algo Beethoven llegó a decir que Haendel era el fundador de una forma musical inmortal y pura.

De nuevo en el despacho de alta dirección -y brevísimos metros cuadrados-, Agrippina entona «Pensamientos, cómo me atormentáis», un aria de inicio lento para seguir con viveza, en todo caso excelente; oscura por momentos, casi verista -una anticipación inverosímil de dos siglos- y en ocasiones paralela a las «Pasiones» de Bach. Bonitatibus la interpretó de una forma fantástica, quizá fue lo mejor de toda la larga función.

Pallante siguió con «Con el rayo de la esperanza», su segunda y última aria de la velada, llena de dificultades, que resolvió con acierto. Narciso, a su vez, replicó con «Esperaré, puesto que me lo dicen esos bellos labios», a la altura. Los cómicos mostraron corazón y calidad.

Nueva localización: interior noche. Claudio, en la bañera -esta vez, sí, con un gran espejo-, y Agrippina, a su lado, le sugiere que nombre a Nerón su sucesor en el trono. El emperador se ríe y canta un aria da capo «Basta que tú me lo pidas para obtenerlo», segura y musical. Las arias da capo, como cien años después la forma sonata, sirven para un roto y para un descosido, tienen una poderosa versatilidad que Haendel mostró en su primera ópera importante y no dejaría de demostrar, aunque a algunos sectores del público -como ocurrió el domingo en el Campoamor- les pueda resultar monótonas. Como respuesta al césar, Agrippina canta otra aria da capo «Ante cada viento que lo lleva a buen puerto», meditativa y con determinación, para cerrar el segundo acto a las tres horas y un minuto del inicio de la ópera. Nuevo descanso y más bajas entre el respetable, que, en algunos corrillos, aprovechó para comentar la crisis del Madrid.

Alcoba de Poppea, que está en la cama con Ottone. «Yo empujaré a mi querido Ottone al precipicio», más que silabea aunque sin malévolas intenciones, sólo en clave amorosa, y Ottone contesta «callaré con tal de que tu amor se mantenga fiel». De nuevo, los dos, gran calidad vocal. Y se desata una frenética escena de enredos. Ottone, al armario. Entra Nerone y al armario también. Otra vez Arturo Fernández y su tropa lo habrían hecho mejor.

Nerone va decidido a su aria «Con el ardor de tu corazón pasa más rápido el tiempo» y aparece Claudio. Poppea traiciona al joven Nerone, que sale del armario ante el mismísimo Claudio, que se va enfadado y entonando «Yo soy el señor de Roma». Ottone/Malfi y Poppea/Tsallagova, en la cama de nuevo. Malfi canta «Mientras pueda abrazarte, mi amor». Bellísima, muy bien interpretada. Poppea replica «La verdadera alegría nos la da un corazón fiel», a la misma altura y, sin duda, una broma del letrista y príncipe de la Iglesia.

Breve y nueva escena, con Nerone y Agrippina a la mesa, según las dimensiones propias de un gran banquete. Nerone canta maravillosamente «Como una nube que huye con el viento», con la impresión de un concierto grosso, muy vivo y al poco, lento. Escena de sexo insinuado entre la madre huidiza y el hijo desesperado que sigue y sigue con sus lamentos hasta caer rendido. Impresionante.

Vuelta al salón con chimenea en un parpadeo gracias a los eficaces operarios del teatro. Todos los personajes, de etiqueta. La verdad está a punto de sustanciarse. Agrippina da la vuelta al tinglado y se presenta como una buena esposa ante Claudio: «Si quieres paz, oh, amado, ahuyenta el odio de ti», muy bien, con impresionantes notas graves. Entran Poppea, Nerone y Ottone. Claudio quiere casar a Nerone y Poppea. Ottone renuncia al trono por Poppea. Así que Nerone, emperador, y todos felices.

La diosa Juno -la mezzo Cristina Faus-, en el número treinta y nueve de la función, reparte parabienes y canta con acierto «que los rayos de las estrellas os iluminen». El coro de solistas, fuera de escena, cerró con armonía la función.

Al final, sentidas ovaciones en general y sordo pateo para la directora de escena, Mariame Clément, y su equipo.