Sábado de otoño, mañana fría y soleada, Malleza despierta con lágrimas en sus ojos. Se va del pueblo un vecino... A estas alturas del siglo y de la decadencia rural de Asturias es una tragedia. Pepe, Sara y sus dos hijos, Luna y Samuel, nos abandonan. Los niños ya no llenarán el humilde parque infantil con sus gritos, risas o simplemente presencia. Los otros niños ya no tendrán a otros dos para sus escapadas. Hace unos años se habían puesto unas macetas de plantas para impedir que los coches aparcasen en un espacio cercano al parque con el fin de que los niños tuviesen más espacio para sus juegos, aparcar sus bicis o se tumbaran a la bartola. Unas vecinas las tiraron porque molestaban al coche de la funeraria para acercar el ataúd a la iglesia, sólo había que retirarlas como mucho una vez al mes; sin duda, es una prueba de que los muertos, para algunos, son más importantes que los escasos vivos que poblamos nuestras aldeas. Dichos vecinos durante su estancia en la aldea llenaron nuestros corazones. Crearon puestos de trabajo, ya que ella regentaba una casa de aldea. Él, informático despistado, fue nuestro mago para configurarnos, limpiarnos o simplemente enseñarnos a manejar nuestros ordenadores. Yo hice de abuela en numerosas ocasiones con los niños, yendo a buscarlos al autobús, dándoles de merendar o consolando a uno de ellos porque se había caído de la bici. En la actualidad somos unos setenta habitantes fijos. La pérdida de cuatro es un drama, más siendo de los cuatro dos niños. Me viene a la memoria la frase del gran poeta de la negritud Léopold Sédar Senghor: "Cuando en África fallece un anciano es como si en Europa se quemase una biblioteca". Pues en este caso es un vacío gigantesco para una comunidad como la nuestra. Os deseo, creo que en nombre de todos los vecinos, mucha suerte en vuestro nuevo destino, sabiendo que volveréis, aunque sólo sea de excursión, por este pueblo tan curioso que es Malleza.