Un año más hemos escuchado la homilía del Papa durante la misa de gallo celebrada en la imponente basílica de San Pedro de Roma, capital del mundo. En esta ocasión no hemos visto a un fatigado y valeroso Wojtyla, sino a un sutil Ratzinger, que se ha referido al Niño con palabras delicadas, aunque en un desliz demagógico, sin duda, casi nos cuenta el argumento de la película «Plácido», de Luis G. Berlanga: «Ponga un pobre en su mesa». Y un año más nos impresionaron la majestad y belleza de la ceremonia más poética y central de nuestra religión, no menos grandiosa en la imperial y papal Roma que en la aldea perdida entre nieve y montañas en que el pastor Mohr y el músico Gruber soñaron una noche helada el villancico más universal de los cristianos. «Noche de paz», y aquellas sencillas notas emocionantes subían al cielo desde las cumbres, cruzándose con los ángeles que descendían para adorar al Niño en el portal de Belén. Ahora la irreligiosidad triunfante prefiere decir «fiesta del solsticio de invierno» por no decir Navidad, de manera que tal alarde de «progresismo» retrocede al culto de Mitra por no reconocer el nacimiento de Jesús, lo mismo que desde hace unos años se presenta a Santa Claus entrando subrepticiamente en las viviendas para olvidar a los Reyes Magos de Oriente acercándose a Belén precedidos de una estrella y seguidos de un séquito variado y multicolor. De este modo, ideas políticas desvencijadas y fracasadas pretenden desarraigar tradiciones, costumbres y sentimientos milenarios, que viven no sólo en los calendarios, sino en los recuerdos. Aunque los niños del Colegio Veneranda Manzano, entre otros, no puedan tener ya esos recuerdos. Supongo que se les explicará que es más acorde con el espíritu de la «alianza de las civilizaciones» celebrar la fiesta del cordero de los musulmanes (que, por cierto, este año coincide con la Navidad) que el nacimiento de Jesús.

Contemplando a través de la TV la suntuosa ceremonia de la misa de Nochebuena llegué a la conclusión, sin necesidad de ir a dar un paseo por los jardines de las Naciones Unidas de Nueva York, que la «alianza de las civilizaciones» es posible. Lo estaban demostrando claramente las cámaras y el desarrollo de la ceremonia. El templo mayor de la cristiandad se encontraba lleno a rebosar, pero no todos los que estaban allí eran cardenales o eclesiásticos del Vaticano, ni siquiera seglares romanos, ni el cuerpo diplomático en pleno, ni ciudadanos de todos los rincones de Europa, cristianos al fin. Allí también había asiáticos, había oceánicos, había africanos, había americanos: todos juntos seguían los rezos y escuchaban las palabras del Papa. ¿Cabe mayor y mejor «alianza de las civilizaciones» que gentes de todos los continentes, bajo el mismo techo inmenso e ilustre, entonen a la vez «Noche de paz» en lenguas procedentes de todos los puntos de la Rosa de los Vientos? Mas para que esta reunión sea posible, es imprescindible algo muy poderoso y esencial: el cristianismo. ¿Es capaz Zapatero de aportar algo parecido para fundamentar su «alianza de las civilizaciones», laica, improvisada y descafeinada? ¿Es que se puede comparar la voz poderosa del profeta Isaías con el marxismo elemental de Marta Harnecker, de cuyos paupérrimos (en el aspecto intelectual) «cuadernos de formación» adquirieron «ideología» los escasísimos socialistas de nuevo cuño que tuvieron la curiosidad de hojearlos, no digo ojearlos, que sería pedir demasiado?

Esta evidencia de que la «alianza de las civilizaciones» es posible (pero firmemente asentada, no porque se le ocurra al primero que pasea por las Naciones Unidas), me trae al recuerdo una frase contundente de Ratzinger: «Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de la cultura secularizada que niega sus propios principios básicos». Esto es: es Zapatero, y todo lo que representa, con su laicismo y su nihilismo desolados, quien niega la posibilidad de «alianza de las civilizaciones». La niega quien propone el «diálogo» y el «talante», porque ignora lo que Gustavo Bueno no se cansa de repetir: que es imposible el diálogo de un cristiano y un musulmán desde supuestos teológicos. Pero es posible que un musulmán sea captado por la magia de la Navidad.

Se acaba de publicar un libro que contiene todos los documentos sobre un suceso que dio mucho que hablar hace un par de meses: «Diálogo con un musulmán», de Manuel II Paleólogo, que citó Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006, en la editorial Altera, de Barcelona. Un libro con prólogo de Jon Juaristi, otros textos de Georges Tate y Jean-Pierre Arrignon, y el claro y lúcido discurso papal, que deberían leer todos los que se interesen por la «alianza de las civilizaciones» (en favor o en contra). Es comprensible que Manuel II, emperador de Bizancio, no pensara en la posibilidad de alianza con quienes no tardarían en destruir aquel último aleteo de Roma. Y es natural también que el Papa afirme que «el patrimonio de Roma creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa», y también que «actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios». Pero, se preguntarán algunos, si no se renuncia a la herencia de Roma, ¿cómo será posible la alianza? Manteniéndose en esa herencia, porque, sigue afirmando el Papa, «lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología es simplemente insuficiente». Más se conseguirá reafirmando esa herencia que con claudicaciones zapateriles. En cualquier caso, ¿quién podrá negar que en la misa de Nochebuena de Roma no había una verdadera «alianza de las civilizaciones»?