«Mi abuelo materno dominaba la vertiente de solana, la Pandiella, y mi abuela, la de umbría, Veguín d'Allá. Ella, Sinda (Gumersinda), veía los pradiquinos solariegos y decía: «Tengo que vivir allí». Cuando conoció a Sarín (Baltasarín), al que sacaba la cabeza, se casó con él. Mi padre era de Zanceo, (Langreo), huérfano desde los 6 años de un minero muerto de silicosis. Tenía ocho hermanos, siete de ellos varones, los dos últimos gemelos, él uno de ellos. Un hermano de mi madre, Benigno, fue al frente y no volvió, es un desaparecido. Mi padre tenía otro hermano, que también se llamaba Benigno, y, dos días antes de que acabara la guerra en Asturias, fue al frente y desapareció. Cuando mis padres se conocieron acordaron llamar Benigno a su hijo. Tuvieron a Isabel y a Marisa. Si venía otra nena la llamaría Benigna. Nací yo, el 13 de febrero, día de San Benigno. Soy un ateo fervoroso, pero no sé si creer en los poderes del séptimo mellizo».

-¿A qué se dedicó su padre?

-A los 17 años recién cumplidos, mentalmente 16, fueron a por él los milicianos. Se presentó voluntario y estuvo cavando trincheras en el frente de Oviedo. Cuando acabó la guerra en Asturias fueron a por él los nacionales, se presentó voluntario y lo mandaron al frente del Ebro. La noche que llegaron a Zaragoza les dijeron que salían a la sierra de Alcubierre. Leyeron el nombre de veinte que cuidarían el ganado -entre ellos, mi padre y su mellizo- y fueron pastores de 9.000 vacas y 11.000 ovejas. Los demás fueron a la batalla de Alcubierre, delante de los tanques, de escudo humano. Sobrevivieron dos. Cuando acabó la guerra volvió a casa, lo mandaron a la mili, 5 años, otra vez a Zaragoza. Al volver, en 1945, intentó trabajar en Duro Felguera, pero a los dos días le volvieron a movilizar porque entraron maquis por el Valle de Arán. Pasó de los 17 a los 27 años en manos de militares. Luego fue guardia municipal en Sama hasta que entró de vigilante en la fábrica de cementos de Tudela Veguín, gracias a mi tío Jeromo, un obrero muy considerado -que llegó a ser ingeniero industrial- porque sabía hacer cemento. La leyenda dice que un ingeniero francés le explicó al tío Jeromo qué composición debía tener el cemento de Tudela Veguín sólo con mirar el color de la tierra según explotaban los cartuchos. Se asomaba a la ventana y, según bajara rojo o blanco, daba la fórmula y salía bien el cemento. Mi padre tenía cuatro hijos, la fábrica pagaba poco y siempre hizo negocios.

-¿Cuáles?

-El gordo, para el que el tío Jeromo le prestó 30.000 pesetas, fue la primera carnicería de carne congelada importada de Argentina, en 1956. Era muy barata y muy buena y fue un éxito. En 1959 entró el plan de estabilización, cerraron las importaciones de carne congelada, y Florentino, Flor, se vio con todas las deudas y un frigorífico que no servía para nada. Tres fulanos le pidieron que les instruyera en cómo se cortaba la carne porque querían ir a Alemania, donde había mucha demanda de carniceros. Los adiestró y se fue con ellos en 1960. Los alemanes pagaban muy bien. Estuvo 21 años allí. Al año se llevó a mi madre y a mis hermanas mayores y quedamos los dos pequeños con una tía. A los dos años, nos llevó a todos.

-Sus recuerdos de Tudela Veguín sólo llegan a los 10 años.

-Pero me marcan. Iba a por la leche a la finca de mi abuelo todos los días. Desde mi casa, al lado de la carretera, subía por un camino entre flores que recogía para dárselas a mi abuela, que estaba en la cama desde que le mataron a su hijo Benigno. Pasó allí 40 años, con una depresión. Vivimos la finca muy intensamente, íbamos a la hierba, cuidábamos gallinas y vacas, y, cuando ordeñaban, yo bebía la leche del tetu o del cubo, para que la espuma me hiciera bigote. Mi abuelo era muy rural, pero se lo expropiaron todo para la cantera. Nueva York y parte de España se hicieron con mi tierra. De mi abuela sacaban la caliza y de mi abuelo, el barro.

-Veguín mezclaba lo rural y lo industrial.

-Sí, se vivía pendiente de parapetarse de las explosiones de la cantera, cada tres horas. En el colegio de Veguín cuando sonaba la sirena nos escondíamos debajo de la mesa. Una vez entró por la ventana un pedrusco y destruyó un pupitre. Cuando paraban los hornos los niños decíamos «meca, quedámonos sordos». No conocíamos el silencio. Jugábamos a buscar cartuchos. Un vecino encontró uno, lo metió en la cocina, su padre lo sacó y lo tiró por la ventaja, pero le estalló y quedó sin dedos. A otro niño lo mandaron al hospital por beber agua del Nalón, que era como ácido sulfúrico. Todos los años sonaba la alarma y el pueblo se arrinconaba al lado de la iglesia y miraba a la fábrica de Carburo a ver si explotaba. Los camiones andaban siempre para arriba y para abajo y nuestra pasión era agarrarnos atrás, para ir en coche.

-Vivió en Alemania de los 10 a los 12 años, más los veranos.

-Interno en Westfalia, al lado de Münster. Mi padre quería que estudiáramos, aunque no sabía muy bien lo que era.

-Usted sabe alemán.

-Me lo enseñó mi padre -que nunca supo alemán-, pero tenía un diccionario de 1.500 palabras y nos obligaba a memorizar 40 cada día. Preguntaba: «negro». Como no sabía pronunciar, yo le decía S-c-h-w-a-r-z. En la calle aprendí a identificar las 1.500 palabras. Fue un puzle.

-¿Cómo entró en el internado?

-Íbamos los seis en un Volkswagen Escarabajo que mi padre se había comprado sin haber sacado el carné de conducir porque se examinó su hermano gemelo y se lo envió por correo. Íbamos a un pueblo, subíamos a un montículo, veíamos dónde había chimeneas y allí había una fábrica. Reconocía los colegios por las torres de los campanarios. En Paderborn, un lugar medieval que Günter Grass hizo famoso en sus novelas, vio una torre, fuimos allí y eran todo curas vestidos de morado, muchos de ellos negros. Un cura que nos recibió dijo que no era un colegio para niños, pero sacó un papel y dijo: «En Loburg van a coger a su hijo para que estudie».

-¿Cómo le fue en el internado?

-No entendía nada. Pasé los primeros quince días llorando. Era el primer extranjero que veían y el único con pelo negro y pequeñuco entre 399 arios puros. Me tenían en palmitas. Allí se educaba la élite católica en la parte protestante. Los alumnos visitaban a los profesores en su aula. La de ciencias naturales era un gabinete con mapas y microscopios y la de arte, un estudio donde una especie de Dalí me ponía siempre matrícula de honor porque decía que yo era un genio español. Era un castillo del siglo XVIII rodeado de un bosque de robles y hayas, con lago, foso, puente levadizo, ranas, patos... Allí se despertó mi interés por la naturaleza. Mi primer libro de ornitología lo compré en una subasta dominical por medio marco.

-¿Pintaba bien usted?

-No debía pintar mal. Hacía mapas de España y los vendía. Luego, en España vendía chistes de franciscanos haciendo el indio. De mi sobrina Maite dijo Antonio López que «si los ángeles supieran pintar, pintarían como ella». Pinté hasta los 15 años y luego los profesores de dibujo se encargaron de quitarme las ganas.

-¿Cómo volvió a España?

-Un cura capitán capellán asturiano me trajo a Oviedo al colegio menor, del que salí en cuarto porque no quería ser cura.

-¿Era buen alumno?

-Tenía buen carácter y lagunas enormes. En Alemania empecé Bachillerato sin saber alemán y en España no sabía ni nuestra geografía, ni nuestra gramática ni poner acentos. Iba retrasado un año, pero era bilingüe, y eso luego fue una ventaja, «El País» me contrató por saber alemán.

-Siguió estudiando en el Instituto Jovellanos de Gijón.

-Sí y luego quise ser médico, pero tardé un trimestre en darme cuenta de que quería hacer lo que Félix Rodríguez de la Fuente.

-Una figura clave para usted.

-Sí, a los 15 años, en el colegio menor, abiótico y de hormigón, mi conexión con la naturaleza era un fulano que explicaba la fauna africana en la televisión. Era de lo poco que nos dejaban ver: la serie «Viaje al fondo del mar», el concurso «Cesta y puntos» y «Fauna». Luego lo leí en «La actualidad española». Cuando pasé al Jovellanos, en enero de 1970, salió la enciclopedia «Fauna», 25 pesetas, toda mi paga. Roberto Hartasánchez, que se sentaba en el pupitre de atrás, también la compraba.

-¿Con quién vivía en Gijón?

-Con mi madre, que tenía pensión de invalidez por enfermedad grave. Mi padre siguió en Alemania hasta 1981 y regresó por lo mismo. Los dos reventaron trabajando. Mi madre, Felicidad, Felicita, murió a los 73 años, y mi padre, con 93, vive. Mis padres vivieron para sus hijos. Mi madre era muy madraza y mi padre, muy explorador e innovador. Trabajó en veinte de fábricas y en todos los oficios. Además de lo hablado, hizo jerséis de punto, fideos, trató con burros, una agencia para hacer gestiones en Oviedo, fabricó cosechadores, trabajó en la madera y se hizo fontanero de mayor. Es muy sociable y nunca entró en un bar ni hizo cosas convencionales. Me enseñó a no tener miedo a cambiar de ciudad o de trabajo y a que no hay que contentarse con nada. En una muestra de jardineros japoneses leí «sólo el que sabe desprenderse de sus éxitos verá abrirse ante él infinitas nuevas posibilidades». La gente se quiere desprender de sus fracasos. Ponen un bar y quieren venderlo cuando no entra nadie, no cuando está en la cresta. Las cosas me duran tres años. No abandono lo que empiezo, pero me gusta emprender.

-¿Qué es lo primero que le sorprende de Roberto Hartasánchez?

-Que cuando salíamos al campo, por Deva, sacaba un hachu y cortaba eucaliptos porque eran foráneos y sustituían los robledales. Él era hijo de multimillonario y yo, de Florentino. Yo envidiaba su situación familiar y su padre siempre lamentaba que él no fuera como yo. Se fue de emigrante con mi padre a Alemania, dos años, mientras yo estudiaba, como quería su padre. Venía a casa a comer porque decía que le gustaba la libertad y no la criada con cofia. En octubre de 1971 un compañero nos dijo que en el bosque de las Sendas, ahora Somiedo, había muchos osos y preparamos nuestra primera expedición. Al volver, Roberto decidió dejar de estudiar para ser naturalista y se fue a vivir con Ernesto Junco a Cabielles, aldea de Cangas de Onís. Yo me metí en el periodismo para ser naturalista y darles un título a mis padres que, por cierto, lo perdieron.

-¿Qué naturalistas importan en su trayectoria en Asturias?

-El primero que conocí fue Miguel Ángel García Dory, amigo de Félix Rodríguez de la Fuente, al que había traído al Sueve en 1970 para comprar asturcones. En esa expedición le presentó a Junco, a quien Félix llevó a Madrid de cetrero. Junco, un espíritu salvaje, a los seis meses chocó con la mujer de Félix y volvió.

-¿Dónde empezaron Hartasánchez y usted?

-En la Asociación de Defensa de la Naturaleza de la Sociedad Cultural Pumarín de Gijón, una célula clandestina del Partido Comunista, que había montado también la del Natahoyo, Gijón, Oviedo, Mieres y Sama. García Dory vino a dar una conferencia, traído por José Manuel Nebot, de la de Oviedo, por Juan Redondo y Luis del Valle, casado con mi hermana y uno de los directivos de Pumarín y del PC. Los de CC OO se reunían en una sala mientras nosotros hablábamos de pájaros en la de al lado, no muy conscientes de aquello.