El arquitecto Mariano Marín Rodríguez-Rivas (Gijón, 1926), nieto e hijo de arquitectos de renombre y abundante obra en la villa de Jovellanos, evoca su infancia y su llegada a Madrid para realizar la carrera.

Emociones de la mar.

«Mis recuerdos de infancia en Gijón son de emociones con la mar y en el muelle pesquero. La mar gijonesa de entonces era una maravilla que nada tiene que ver con la de hoy. Era una mar auténtica, sin obstáculos para llegar a la costa. Las olas eran el doble de altas y de expresivas y a veces se llevaban por delante el muro de San Lorenzo. Ahora es una mar domesticada por los diques de El Musel. Y era una mar con la que jugábamos en el muelle, en la Punta Lequerica. Lo llamábamos "aguantacachones", que consistía en que pegaba en el muro, saltaba y el viento del Oeste la hacía caer a plomo sobre el muelle. Había que huir corriendo, y lo de siempre: "¡Idiota el último!". Aquellos cachones incluso se llevaban por delante algún camión; quiero decir que era un juego que algunas veces alcanzaba a ser peligroso. Y al atardecer llegaban los pesqueros, que desembarcaban la pesca en la rula, que era como la ópera de Oviedo, pero de otra manera, con las pescaderas y la gente alrededor y un espacio de atención en el centro. Allí ocurrían muchas cosas y había mucho ingenio, aunque a la vez era todo muy disciplinado durante la subasta. La rula precisamente la había remodelado mi padre y su silueta ha sido respetada en actuaciones posteriores, una silueta integrada visualmente en el paisaje del puerto y no como ese edificio tremendo del balneario actual, una monstruosidad que los descompone todo».

Aldabonazos milicianos.

«Vivía en la calle de San Bernardo en una casa que todavía existe, al lado de otra que hasta hace pocos años ha sido la Casa del Pueblo del PSOE. La calle no estaba pavimentada, hasta que un día llegaron una maquina de alquitrán y una apisonadora, lo cual fue un espectáculo para mí. Fue entonces cuando mis padres me regalaron unos patines, porque por esa calle podían pasar un coche o dos en una hora. Y antes de la guerra existía el mercado de hierro de la plaza del Parchís, al que llegaban las aldeanas con su burro o en charré. Yo observaba todo aquello o jugaba columpiándome en la verja del portal de casa, que emitía un chirrido potentísimo. También me subía a la verja para golpear la aldaba de bronce pulido de la puerta. No existían los timbres, pero sí la contraseña de que un aldabonazo era para el piso primero, dos para el segundo y así sucesivamente. En el tercero vivía la familia Cobián, la de la esposa de Severo Ochoa. Aquella aldaba resonaba en toda la caja de la escalera y recuerdo una vez que pasé mucho miedo con ella. Fue unos días antes de estallar la Guerra Civil. Mis padres se habían ido a un congreso de los Rotarios (mi padre fue presidente en Gijón) en Tánger y nos dejaron con las dos muchachas que teníamos. Una noche empezaron a dar aldabonazos, eran unos milicianos, unos chavales, que subieron y a patadas abrieron la puerta de nuestra casa. Lo revolvieron todo y se marcharon. Iban en busca de mi padre, aunque él era de tendencias republicanas y mi madre era muy progresista y moderna, incluso fumaba. Éramos dos hermanos: yo y Antonio, cinco años menor».

Ataúdes blancos.

«De niño también jugaba en Begoña y para volver a casa a la hora señalada le preguntaba la hora casi siempre a un señor que llevaba la condecoración de la Legión de Honor de Francia. Él sacaba su reloj y su cadena y me decía: "¿Qué hora quieres que sea, pequeño?" Donde hoy está la Escuela de Hostelería había un cine que sólo ponía películas de vaqueros y sonaban tres timbres antes de la función. Con cada timbrazo los chiquillos gritábamos y pataleábamos. En Begoña había otra cosa muy impresionante: que pasaban las comitivas fúnebres camino del cementerio de Ceares. Nosotros deteníamos el juego y mirábamos con más o menos curiosidad: caballos con penachos, la carroza, los monaguillos, los curas, uno, dos o tres, dependiendo de la solemnidad y del precio del entierro. Pero lo que más nos impresionaba es cuando había ataúdes blancos, de niños».

El «Cervera» desde La Providencia.

«Estalla la Guerra Civil y el miedo fue aumentando en mi familia, hasta que un día mi padre decidió que dejáramos la casa. Cada uno con una maleta, atravesamos la calle Cabrales, en la había tiroteos y disparos de artillería entre el cerro de Santa Catalina, republicano, y el cuartel de Simancas, sublevado. Fuimos hasta Somió, donde el aparejador municipal Enrique Álvarez-Sala, amigo de mi padre, acogió a varias familias. Fue una época muy entretenida para mí porque me encargaron de alimentar a los conejos y sacar a pastar un cordero. Un hijo de Álvarez-Sala estaba en el cuartel de Zapadores, también sublevado, y había mucha angustia. Al chalé vinieron milicianos varias veces y tres jóvenes falangistas que estaban con nosotros huían entonces y se escondían en los maizales próximos. Yo era el encargado de avisarles cuando los milicianos se iban. Una vez se llevaron a don Enrique, y volvió al cabo de unos días con un tiro en el pie, porque había intentado huir. También estaba recogido con nosotros Gargallo, que tenía una hijas guapísimas, a las que también se llevaron en una ocasión, pero no les pasó nada serio y volvieron. En algunas escapadas yo subía al alto de La Providencia y veía el crucero "Cervera" disparar sobre Gijón».

Agresión al alma.

«Cuando se serenaron un poco las cosas y ya no había sacas ni cosas de esas volvimos a casa, y mi padre, que era arquitecto de Hacienda, se incorporó a su oficina. Seguía habiendo bombardeos y yo sabía reconocer los aviones, como los 30 Junkers que en perfecta formación bombardearon los depósitos de la Campa Torres, casi al final de la guerra en Asturias. Antes de la guerra me había examinado para el ingreso de Bachillerato en el Instituto Jovellanos y me suspendió Gerardo Diego porque tenía (y las he seguido teniendo a lo largo de mi vida) faltas de ortografía. Después de la guerra ya ingresé y tuve unas notas puedo decir que brillantes en Bachillerato. Tengo un recuerdo imborrable del Instituto Jovellanos, con unos profesores del nivel de los de la Universidad. Gracias a Elvira Lafuente, de Matemáticas, recibí una preparación de la que luego me di cuenta al estudiar una parte de Ciencias Exactas, para ingresar en Arquitectura. Y el director, Antonio Cobo, me dio unas clases de Literatura que me arrastraron a un interés por la lectura que nunca me ha abandonado. En el instituto, enfrente de la Iglesiona de los Jesuitas, nos obligaban a hacer ejercicios espirituales, que eran terribles en cuanto a intentar meterse en el alma de una persona. Años después leí una novela de T. S. Eliot que hace una descripción de los ejercicios de San Ignacio que es exactamente lo que yo viví y que puedo decir que fue la agresión más grande que yo tuve desde el punto de vista espiritual durante varios años».

Discos de Sam Goody, Nueva York.

«Voy a Madrid a estudiar Arquitectura y la persona más relevante con la que conviví fue mi tío Mariano Rodríguez Rivas, el periodista y cronista de Madrid, un hombre inquieto, atento al arte y al que el marqués de la Vega de Inclán le ofreció hacerse cargo de su legado: el Museo Romántico de Madrid, la Casa del Greco en Toledo, la Casa de Cervantes en Valladolid y creo recordar que el Museo Sorolla. Mí tío transformó el Museo Romántico y fue pionero al abrirlo a la celebración de actos sociales, culturales, diplomáticos? Yo era muy aficionado a la música y allí organizaba, siendo estudiante, audiciones musicales con un equipo de alta fidelidad de los que entonces había muy pocos y que era de mis amigos los Pernas. Teníamos material discográfico que yo pedía a la casa Sam Goody, de Nueva York. Eran audiciones de lo más moderno, como Béla Bartók, o de lo más antiguo, y se denominaba "Música impopular", que era también el nombre de un programa que llevábamos en Radio Nacional. Llegamos a tener la mejor discoteca del momento, hasta el punto que la radio nos pedía prestados discos cuando invitaban a algún músico a dar una conferencia y no disponían de sus obras. A aquellos actos en el Museo Romántico acudían muchos músicos y profesionales de la música y uno de los habituales era Cristóbal Halffter. Con lo que nos pagaban en la radio seguíamos adquiriendo discos y al llegar Semana Santa, cuando sólo se podía programar música religiosa, Radio Nacional también acudía a nosotros en busca de materia discográfica de Bach, Haendel o los barrocos, que aún no se comercializaba en España».