Hoy la lupa de la historia se detiene para amplificar y dar a la luz pública las desgraciadas vivencias acaecidas a un yerbato, lejos de su tierra, hace más de noventa años.

El cupo de soldados de aquel año determinaría que el joven Francisco Hevia Camblor fuera destinado a Marruecos, a la guerra que nuestro país libraba contra las cabilas del Rif. Como nos recuerda su sobrina Nedina, el tío Quico había nacido en San Julián, era hijo de Manuel y de Felisa, de la familia de lus Pancetus, que además de él tuvieron otros cuatro hijos: Maína, Rosendo, Graciano y Manuel.

Francisco era cabo del batallón de cazadores de Las Navas, número 10, y defendiendo la posición de Kalados recibió un balazo en la cabeza, pero afortunadamente la herida no revistió gravedad. Tras un mes de continuo asedio, los españoles, ante la falta de munición, no tuvieron más remedio que huir luchando cuerpo a cuerpo contra los soldados del líder rifeño Abd el-Krim. Aquella estampida se saldó con cerca de cuarenta compatriotas muertos; otros, como nuestro protagonista, pudieron salir de aquel infierno y contarlo, pero los supervivientes fueron hechos prisioneros y otro calvario comenzaba. El tío Quico pasó por la cabila de Benigía, Somata, Larache y Laurent, hasta que en enero de 1925 es enviado a Alhucemas.

Durante el cautiverio, los prisioneros malvivían con una torta de cebada para repartir entre cuatro o cinco; incluso comentó que durante cinco días estuvieron sin comer, los mandaron a pacer al campo. Trabajaban como esclavos: por el día hacían fortines en la playa y por la noche abrían carreteras. Era un ejercicio de pura supervivencia, porque sabían y veían que a su alrededor los enfermos y los heridos eran ejecutados sin piedad.

En estas condiciones, y aquejado de una grave afección pulmonar, pasó veintiún meses cautivo de los enemigos, no recobró la libertad hasta que se produjo el famoso desembarco de Alhucemas, el cual originó tal desconcierto entre las tropas enemigas que los presos emprendieron la huida en masa; después acabaron en la zona francesa, donde serían entregados a las autoridades españolas. De los ochenta y ocho prisioneros que estaban con él solo sobrevivieron seis. Sin embargo, en el día más alegre en varios años -estando en Melilla, a punto de embarcar para la Península-, Francisco recibió la noticia más triste: la muerte de su madre.

Llegó a Bimenes enfermo, con una cicatriz en la cabeza y con la memoria repleta de historias para contar (algunas para olvidar). En aquel verano de 1926 se sucedieron los homenajes de tipo benéfico, incluso fuera de nuestro concejo. En Tuilla se celebró un partido de fútbol; una sesión de baile en el salón de Lino, en Carbayín, y en El Rosellón hubo una colecta destacando la aportación económica de Perfecto Díaz. Pero la vida continúa. Poco tiempo después, ya recuperado de su salud, entró en la mina y contrajo matrimonio con Carmina. El matrimonio -vivió en la Campa San Juan- tuvo tres hijos: Luis, Pepe y Germán.

Sirvan estas líneas para rescatar de las filas del olvido a todos aquellos que, como nuestro héroe Francisco, nunca se rindieron tras haber pasado por toda clase de calamidades.