Hoy vamos a encontrarnos con Antonio de Lalaing, un personaje que seguro que no les suena, pero para eso estamos. Fue un noble flamenco que en los albores del siglo XVI hizo el Camino de Santiago por Asturias y se detuvo a comer en Mieres. Contado así, no parece que el asunto dé para mucho; sin embargo, resulta interesante por varios motivos: primero, por la categoría del viajero; segundo, por la demostración de que la villa del Caudal era entonces un punto estratégico y de parada obligada en esta ruta, y finalmente, por el hecho de que el peregrino se ocupó escribiendo detalladamente su travesía, y hoy esas notas resultan fundamentales a la hora de determinar los tiempos que se empleaban en recorrer los caminos asturianos de la Edad Moderna y de conocer su estado de conservación y lo que ofrecían sus paradas.

Como siempre, vamos por partes. Antonio de Lalaing estaba en posesión de los rimbombantes cargos de señor de Montigny, Estrées y Merbe, y fue chambelán, es decir, camarero mayor, con el rey Felipe I el Hermoso y después con su hijo Carlos V. Bajo el mandato de este último, fue también consejero, jefe de Finanzas y gobernador y lugarteniente general de Holanda y Utrecht, y en 1522 el propio emperador lo incluyó entre sus ejecutores testamentarios. Para completar su currículo, casi al final de su vida sus buenos servicios se recompensaron nombrándolo caballero del Toisón y, por último, el archiduque Fernando, hermano de Carlos, le dio en Bruselas el título de conde de Hoogstrate.

Este historial nos deja claro que su papel fue importante en la política de los Países Bajos y, como consecuencia, también en la de España, que entonces estaba bajo la misma corona; pues bien, cuando en 1502 el destino quiso que la muerte se llevase a tres infantes convirtiendo en sucesores al trono castellano a Felipe el Hermoso y a su esposa Juana, el bello heredero eligió a las personas que habrían de acompañarle en su primer viaje a España y designó a Lalaing como a uno de ellos.

Por aquel entonces, su mujer -a la que la historia haría famosa por su locura de amor- ya había empezado a mostrar los primeros síntomas de su enfermedad mental. Los ardores que obligaron en su momento a adelantar aquella boda porque ambos querían meterse en la cama nada más conocerse ya se habían enfriado, porque es sabido que cuanto más intenso es el fuego primero se consume la madera, y su marido ya andaba de picos pardos mientras ella estaba perdiendo la cordura.

A lo que iba: Felipe, doña Juana y su comitiva flamenca llegaron a principios de año a Fuenterrabía para dirigirse desde allí a Toledo, donde deberían ser investidos príncipes herederos de las coronas de Castilla y Aragón en una fastuosa ceremonia fechada para 15 de mayo y en la que habrían de intervenir dignatarios borgoñones, castellanos y aragoneses. El viaje se aprovechaba también para que el pueblo y las autoridades de las zonas por las que pasaban pudiesen conocer de cerca a sus futuros soberanos, de modo que se iba sin prisas.

Al llegar a Burgos, hicieron un receso y allí conocieron la noticia de que Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, habían hecho pública una pragmática en la que ordenaban la inmediata conversión o expulsión de todos los musulmanes del Reino de Granada. Tiempos convulsos, pero de gloria monárquica y, aprovechando la situación, algunos caballeros del séquito del heredero se atrevieron a pedir un permiso especial para dirigirse en peregrinación a Santiago.

Así, el 19 de febrero, obviando los rigores del invierno, los señores de Montigny, Saintzelles y Monceaux iniciaron el camino a lomos de sus mejores corceles y bien atendidos por sus servidores, con la intención de llegar hasta Galicia y descender luego por Castilla hasta Madrid. Lo sucedido en este periplo fue escrito por Antoine de Lalaing y tiene el valor de ser uno de los primeros «relatos de viaje» que se hicieron en tierras españolas; se incluyó en la crónica que contaba todos los hechos de este primer contacto de Felipe el Hermoso con la Península, y fue guardado en la Biblioteca Real de Bruselas hasta que en 1876 se publicó dentro de la colección de los viajes de los soberanos de los Países Bajos.

Por sus páginas sabemos que a los dos días, el lunes 21, los tres gentilhombres ya estaban en Sahagún, y al siguiente, sin haber parado apenas en León, tomaban la decisión de apartarse de la ruta habitual para desplazarse a Pola de Gordón y de allí a San Salvador de Oviedo, a sabiendas de que ésta era una ruta poco habitada, estéril y mucho más montañosa que la otra.

Al día siguiente entraron en nuestra tierra..., y en este punto pido la ayuda de mis amables lectores, como suelo hacer cuando necesito algún dato, porque estas historias las hacemos entre todos: el señor de Montigny nos cuenta que el miércoles pasaron «el monte de San Antonio, donde Asturias comienza, de cuyo país el mayorazgo del rey de Castilla lleva siempre el nombre». No he encontrado este topónimo en ningún mapa y agradezco de antemano a quien pueda reconocer este lugar que me lo haga saber.

El paso por la cuenca del Caudal se hizo en la sexta jornada, el día 24, y en ella recorrieron 10 leguas, superando la media habitual del viaje. Partieron al amanecer, después de haber pernoctado en Puente los Fierros, y llegaron a Mieres a la hora de comer, despertando la admiración de los vecinos, acostumbrados al paso de peregrinos más zarrapastrosos y que nunca habían visto monturas tan esbeltas ni vestimentas tan lujosas y, aunque la dificultad del idioma era insalvable, el abundante dinero del que hacían gala favoreció una atención esmerada.

La historiadora mierense María Teresa Zapico considera que en esa época el tráfico desde los puertos montañeses hacia los marítimos y viceversa era muy fluido y Mieres se encontraba en un momento de esplendor gracias al Camino de Santiago, opinión que ilustra con el dato insólito de que en 1481 el cabildo de la catedral de Oviedo había encargado al artesano local Gutierre González 25.000 insignias de estaño para quienes acudiesen al jubileo de la Cruz.

Si tenemos en cuenta que la población de este territorio quedaba aún muy lejos de los mil vecinos, nos daremos cuenta de la importante cifra de peregrinos que atravesaban la villa para dirigirse a San Salvador, y no es arriesgado suponer que en torno a esta actividad, y siendo la villa una escala obligada por encontrarse justo a la mitad del camino entre la montaña y la capital, hubiese desarrollado una infraestructura para atenderlos, aunque debemos decir que poco después este tránsito sufrió un parón cuando una crecida del Caudal acabó estrellando un hórreo contra el puente de Ujo, destrozándolo y dificultando considerablemente el paso entre las dos orillas.

Pero eso ocurrió mucho después de que el flamenco lo hubiese dejado atrás. Ahora nos interesa conocer la idea que se formó sobre esta región, que no se aparta mucho de la de otros viajeros que recorrieron el mismo camino varias décadas más tarde: «No crece allí ni pan ni vino, y es preciso llevar la mayor parte de las vituallas con asnos y mulos de las otras regiones porque no hay más que montañas». Pero también hace una observación sabrosa en sentido contrario, al comparar esta tierra con la de Vizcaya y encontrar bastantes semejanzas, «aunque aquélla vale más porque cuenta con más y mejores puertos de mar, pero ambos son los países de España donde se vive más caro».

Desde Mieres, y sin aguardar apenas para hacer la digestión, partió el de Montigny hacía Oviedo, donde descansó dos días, y luego continuó su ruta por Galicia y León tomando apuntes y soportando las desdichas de sus compañeros, menos acostumbrados que él a los caminos. En Avilés, el señor de Monceaux, que estaba enfermo y sufría mucho cabalgando, pidió seguir el viaje en barco, pero el estado del mar lo desaconsejó y tuvieron que llevarlo por tierra hasta Santiago, y más adelante, en Toral, a cinco leguas de Astorga, hallaron tan crecidas las aguas en un punto del camino que el tercer noble -el de Saintzelles- estuvo a punto de ahogarse en un descuido.

A pesar de todo, los cortesanos pudieron llegar a Madrid para reintegrarse después a la comitiva del archiduque, y hoy la crónica de aquella peregrinación es una fuente que sigue proporcionando datos sobre la realidad de las vías españolas en la Edad Moderna. Por su parte, Antonio de Lalaing volvió a acompañar al rey cuando hizo su segundo viaje a España, en 1506, y luego, por su experiencia, se convirtió también en imprescindible para su hijo, al que guardó fidelidad hasta sus últimos días, puesto que murió en 1540 mientras lo acompañaba a Gante para reprimir la sublevación de sus habitantes. Y eso es todo.