En las primeras décadas del siglo XX se produjo en Asturias una multiplicación de asociaciones de carácter cultural. Bibliotecas, centros y sociedades populares del mismo tipo fueron abriéndose en todos los núcleos de población, incluso en los más pequeños, de manera que, por ejemplo, sólo en la cuenca del Caudal llegaron a contarse 43 establecimientos con características parecidas.

Al seguir la pista de estos colectivos resulta frecuente encontrar que con el tiempo y los relevos en sus directivas cambiasen también de nombre, pero entre las diferentes denominaciones que adoptaron, la preferida fue la de Ateneo. En algún momento los hubo en Ujo, Santa Cruz, Ablaña, Sueros, Turón, Vegadotos, Santo Emiliano, Figaredo, Urbiés, La Rebollada, La Peña, Los Pontones, Cardeo, Siana, Loredo, Rioturbio, Entrerríos y Mieres. También en Malvedo, Vega del Ciego y La Pola, en Lena. Y lo mismo en Cabañaquinta y Moreda. Por no hablar del Nalón: Langreo, La Felguera, Lada, Riaño, Barros, La Gargantada, Ciaño-Santa Ana, La Canga, Cotorraso, La Nisal, Blimea o Pola de Laviana.

La mayoría nacieron o tuvieron su esplendor en los años republicanos, pero hubo sociedades mucho más antiguas, como el Centro Instructivo de Siana, de 1909; la Sociedad Obrera de Instrucción y Recreo de Blimea, de 1911; La Montera de Langreo, de 1912 o el Centro de Instrucción y Recreo de Ujo, de 1915, por citar algunos, y aún en el siglo XIX encontramos también asociaciones tan dispares en sus objetivos, dimensiones e historia como el Casino de Mieres y el Círculo de Recreo de Turiellos, La Felguera, que ya aparece en documentos oficiales de 1882...

Con estos datos no quiero agobiarles, sólo pretendo que se sitúen en el ambiente de la última fecha que les doy: el 7 de abril de 1928, día en que se constituía el Ateneo Popular de Mieres, para que vean que su fundación no fue nada original y seguía la moda que se había extendido por toda Asturias. Pero en nuestra sociedad había una circunstancia que la distinguía de las demás: desde la Casa del Pueblo socialista ya se organizaban con frecuencia actos culturales, con lo que los usuarios habituales de este tipo de locales -mineros, obreros de la fábrica y ciudadanos de izquierdas- tenían allí su sitio, pero la pequeña burguesía, que ya se reunía en el Casino para sus celebraciones y actividades lúdicas, carecía del suyo a la hora de satisfacer sus inquietudes intelectuales.

Llenar ese espacio fue el objetivo que se propusieron desde un principio los fundadores del Ateneo. El principal impulsor del proyecto fue el conocido y prestigioso maestro Juan Vicario, un quirosano que había dedicado toda su vida a la enseñanza en Mieres, primero en la Escuela Municipal, abierta entonces en los bajos del Ayuntamiento, y más tarde como director del Grupo Escolar Aniceto Sela y profesor en el Instituto de Segunda Enseñanza. Con él figuraron en la primera directiva otros dos maestros, dos médicos, un abogado, cinco funcionarios municipales y cinco empleados de la Fábrica, todos de tendencia conservadora, lo que en un principio ocasionó las esperadas críticas de los socialistas.

Pero Juan Vicario supo a base de sabiduría y mano izquierda reconducir inmediatamente la situación. En el primer curso del Ateneo hizo desfilar por su sala a conferenciantes de tan distinto pelaje intelectual como el sacerdote obrerista Maximiliano Arboleya, nuestro viejo conocido Roso de Luna, el musicólogo Eduardo Martínez Torner o los profesores Leopoldo Alas Argüelles y Benito Álvarez Buylla y a la vez también se organizaron clases de diferentes materias, incluyendo el esperanto, una lengua que a partir de aquí tendría su propia historia en Mieres, y a las que se apuntaron 70 alumnos.

El éxito fue tal que en unos meses se logró reunir a 700 socios que pagaban una cuota de una peseta mensual, algo bastante económico si tenemos en cuenta que en el Ateneo de Turón se cobraba el doble e incluso existían asociaciones como la Sociedad Cultural Ablañense -la más cara- donde se llegaba a las 3 pesetas, después de haber entregado 10 por la tasa de afiliación.

Con todo, las aportaciones de los socios eran insuficientes para hacer frente a los gastos, que sólo por los costes de las conferencias ascendieron en el primer año a 1200 pesetas, a los que había que sumar las otras actividades y las compras de libros para nutrir una biblioteca que se fijó el objetivo de tener al menos el doble número de volúmenes que de lectores. La importancia del Ateneo en la vida cultural mierense se hizo evidente, de forma que a la subvención de 250 pesetas que otorgaba la Diputación provincial se sumó otra de 1000 aprobada por el Ayuntamiento y se creó la figura del socio protector, con el doble de cuota, para equilibrar la afiliación gratuita de los parados de larga duración, que, como se ve, no son cosa de ahora.

La eclosión política y social que supuso la llegada de la República trajo el despegue definitivo del Ateneo mierense que siguió creciendo y adaptándose a las novedades que se extendían por el país, pero al mismo tiempo los diferentes grupos políticos que habían surgido en las Cuencas se dieron cuenta de que la institución era una plataforma fenomenal para sus actividades propagandísticas y una cantera potencial de afiliados con inquietudes culturales como no se podía encontrar en otra parte. Los socios fundadores, anclados en su conservadurismo asistían perplejos a la evolución de la institución, mientras los socialistas que seguían empeñados en potenciar sus propios centros no acababan de creer en los Ateneos, con lo que la puerta quedó abierta a otras organizaciones.

Quienes primero se dieron cuenta fueron los comunistas, que empezaron a tomar posiciones en los de Moreda, Turón y Mieres, aunque aquí quien se llevó el gato al agua fue el pequeño grupo de trotskistas que habían organizado Manuel Grossi y Marcelino Magdalena bajo las siglas del Bloque Obrero y Campesino, un partido de gran implantación en Cataluña, pero en el que en el resto del país apenas tenía influencia. Dicho sea de paso, conocer como se produjo el contacto de los mierenses con esta organización es un asunto pendiente que seguramente acabará llamando la atención de los historiadores que últimamente se interesan por la figura de Grossi y la importancia que acabó teniendo tanto en la Revolución de Asturias como en el posterior desarrollo del POUM, en el que él y Magdalena se integraron desde su fundación.

El caso es que los hombres de Grossi, haciendo gala del nombre de su partido, entraron en bloque en el Ateneo y en las elecciones que se celebraron a finales de 1933, aprovechando una sesión a la que asistieron sólo 190 socios de los más de mil que entonces tenían derecho al voto, se hicieron presentes en la directiva que pasó a presidir Patricio Carro.

Llama poderosamente la atención como ejercieron su influencia en sus actividades desde aquel momento: se organizaron ciclos de conferencias con títulos tan significativos como «Cultura popular y cultura proletaria» y en los meses que siguieron desfilaron por Mieres intelectuales que entonces gozaban del mayor interés, como Victoria Kent, del Partido Radical Socialista, y famosa por haberse opuesto en el Congreso español a que diese el voto a las mujeres afirmando que sería tanto como entregar la República a la derecha; Augusto Barcia, otro republicano y maestro masón de gran peso político que había dirigido el Gran Oriente de España en los años 20; o los teóricos comunistas Wenceslao Roces e Isidoro Acebedo, éste último bestia negra del SOMA desde la publicación en 1930 de una novela de ambiente minero «Los topos» en la que criticaba abiertamente a Manuel Llaneza.

Pero lo más sorprendente fue la presencia en las Cuencas de Joaquín Maurín y Andreu Nin, llamados expresamente por Grossi y que constituían en aquel momento la máxima representación del trotskismo peninsular dividida en dos partidos. Maurín dirigía la Izquierda Comunista y Nin el Bloque Obrero y Campesino. Andreu Nin, amigo de otro mierense que los habituales de esta página conocen de sobra, Jesús Ibáñez, con el que había vivido en Moscú, defendía en aquel momento el «entrismo"», una táctica consistente en infiltrarse en partidos u organizaciones de mayor tamaño para acabar controlándolas desde dentro. Precisamente fueron las diferencias sobre la aplicación de esta estrategia con el PSOE las que acabaron alejándole del mismísimo Trotsky, pero a lo que parece, cuando Grossi lo hizo en el Ateneo mierense el resultado fue inmejorable.

Tras la revolución de 1934 el Ateneo Popular de Mieres fue clausurado por la autoridad militar que relacionó sus actividades con aquellos hechos y aunque pudo volver a abrir sus puertas cuando llegó la calma, apenas fue un espejismo: la Guerra estaba encima y la caída de Asturias en poder del Ejército nacional puso el punto final a su historia.