Los cruceros de la Armada española se han dividido históricamente en nueve categorías. La denominada Clase Velasco es una de ellas. La componían ocho cañoneros grandes de segunda que se construyeron entre 1881 y 1888 entre el astillero inglés de Blackwall y los españoles de Cádiz, el Ferrol y Cartagena. Todos ellos tuvieron mala suerte y corta existencia, salvo el «Infanta Isabel», que se desguazó en 1926: cinco no llegaron a ver el siglo XX y la pareja que sí lo hizo fue dada de baja antes de que hubiese transcurrido su primer lustro. Tres se fueron a pique el 1 de mayo de 1898, cañoneados en la batalla de Cavite, aunque uno tuvo una segunda vida al ser rescatado del fondo: fue el «Don Juan de Austria», que volvió a ser empleado por la Marina estadounidense a pesar de que había recibido nada menos que trece impactos en su casco, pero los mismos que lo habían hundido estimaron que merecía la pena devolverlo a la superficie por la calidad de su factura. No en vano -digámoslo con orgullo- había salido de la Fábrica de Mieres. Ésta es su historia.

Durante décadas, el mayor problema que se vivía en los arsenales del Estado español era la falta de materiales con los que poder trabajar adecuadamente, por lo que muchas veces los proyectos de origen nacional tenían que acabar encargándose en astilleros particulares del extranjero. Por ello, cuando el 23 de enero de 1887 fue botado en el arsenal de Cartagena el crucero de tercera clase «Don Juan de Austria», el acontecimiento se celebró como un logro de nuestra ingeniería marítima porque su construcción se había activado con materiales exclusivamente nuestros, procedentes en su mayor parte de los hornos mierenses, en cuyos talleres se había conseguido además realizar en el tiempo récord de dos meses más de la cuarta parte del trabajo total del casco, lo que implicaba que en caso de necesidad un buque de la importancia del que nacía en aquel momento podría completarse en ocho meses, compitiendo en brevedad con los tiempos internacionales.

Además, el trabajo del hierro realizado por los obreros asturianos fue elogiado por los especialistas, que recogieron en sus informes frases afirmando que «la mano de obra es esmerada» o que «lleva el sello de perfección de cuanto elaboran nuestras inteligentes maestranzas».

El nuevo crucero tenía 63,85 metros de eslora, 9,73 de manga, 3,8 de calado medio y llegaba a desplazar 1,160 toneladas. Su estructura se remató en la misma grada de construcción de Cartagena, para ser arrastrado después hasta el dique flotante haciendo uso de un sistema ingenioso que nunca se había empleado en España y que consistió en desplazarlo sobre unos 1.100 rolletes de fundición colocados en una extensión de 85 metros. La llamativa operación se verificó en 77 minutos con una precisión y seguridad que arrancaron los vítores de las más de veinte mil personas que acudieron a presenciarla y sin que ocurriese el más leve incidente, de manera que la prensa informó de que aquel había sido un verdadero día de satisfacción para los astilleros murcianos.

Y si aquella fue la cara de la moneda en la primera vida del «Don Juan de Austria», la cruz vino, como ya he anticipado, en el desastre de Cavite, donde el Ejército yanqui remató en las costas de Filipinas la faena que había iniciado poco antes en Cuba hundiendo la mayor parte de nuestra flota ultramarina.

El encargado de consumar la siniestra faena en aquel lugar de la bahía de Manila fue el comodoro George Dewey, responsable de la escuadra asiática de Estados Unidos; frente a él estaba el almirante Patricio Montojo mandando la escuadra española. Tras aquella jornada trágica, el militar fue relevado de su cargo y juzgado posteriormente, a pesar de que había resultado herido en la batalla, porque para evitar un final aún más dramático en aquel desastre, al darse cuenta de que todo estaba perdido, mandó quemar y hundir las naves que aún se mantenían a flote antes de que cayeran en manos de su enemigo.

Uno, que no sabe nada de batallas navales, estudió en su día que el almirante había avisado previamente de que España no tenía nada que hacer ante un Ejército mucho más moderno y mejor equipado, pero también he leído después otras opiniones que mantienen que aunque los buques españoles eran un poco más viejos que los de los americanos, la diferencia no era tanta, y la idea de que la escuadra española presentó una relación de viejos buques de madera frente a la todopoderosa flota de acorazados de los americanos se explotó para eximir de culpa a los responsables políticos de aquella enorme calamidad militar.

Sea como fuere, los españoles perdimos en Manila siete barcos y tuvimos 161 muertos y 281 heridos, mientras que el otro bando también registró nueve heridos y un fallecido, no se vayan a creer.

Y así se acabó la primera vida del «Don Juan de Austria», pero el acorazado, que se había hundido gloriosamente como español, volvió a flote cuando los técnicos de los vencedores estimaron que todavía era posible aprovechar alguno de aquellos restos que ellos mismos habían varado, lo que apoya la idea de que no todos los barcos eran tan malos. Y lo hicieron en tres casos: en el del «Isla de Cuba», que acabó vendiéndose a la Marina venezolana; en el del «Isla de Luzón», transformado en mercante, y en el de nuestro crucero, que por sus posibilidades fue el único que acabó incorporándose como cañonero a la flota americana convertido en el «USS Don Juan de Austria». Ahora pasemos a la segunda parte de esta historia.

Una vez restaurada, la flamante embarcación fue destinada al puerto de Cantón, donde permaneció hasta el 18 de octubre de 1900, protegiendo los intereses de sus nuevos propietarios en las costas del Pacífico occidental; luego volvió a Filipinas y a Japón, para desempeñar labores de transporte de tropas, pero sin abandonar los combates esporádicos. En el verano de 1903 fue reparado de nuevo en los astilleros de Yokohama y aquel invierno partió hacia Europa siguiendo una ruta que le hizo pasar por Singapur, Ceilán, India, canal de Suez y el Mediterráneo, hasta llegar al puerto inglés de Portsmouth el 21 de abril de 1904; allí permaneció en el dique más de un año hasta que recibió un nuevo destino al unirse a la tercera escuadra de la flota atlántica para patrullar entre Norfolk y la República Dominicana.

No les voy a abrumar ahora con el historial de fechas y datos del cañonero, que pueden ustedes sacar de cualquier libro especializado, como yo estoy haciendo ahora, pero sepan que el «USS Don Juan de Austria» cruzó varias veces el gran charco y se dedicó a misiones de escolta durante la I Guerra Mundial. Finalmente, realizó su última labor de acompañamiento en la primavera de 1919 uniéndose desde Boston a un convoy especial que traía de vuelta a casa desde Europa a los miembros de la 26.ª división del Ejército de los Estados Unidos. Poco después, el 18 de junio de 1919, fue dado de baja definitiva en Portsmouth y entregado como chatarra en octubre de aquel año.

Quienes trabajaron a destajo en Mieres para cumplir el encargo que se les hizo en la década de 1880 nunca pudieron imaginar que los remaches que tenían en sus manos iban a recorrer el mundo para ser testigos de primera línea de algunos de los acontecimientos más decisivos de la historia de aquellos años. Ya ven cómo son las cosas. Tampoco se crean que ésta fue la única vez que los talleres de la Fábrica realizaron trabajos navales, aunque seguramente pocos tuvieron la proyección del «Don Juan de Austria».

Hace muchos años alguien muy vinculado a los archivos de la empresa me aseguró que había llegado a ver el proyecto de un submarino para la guerra de Secesión americana -destinado al bando de la Confederación, por supuesto-. He mirado el tema por encima y puede ser verdad, pero no puedo confirmarlo porque en este momento, por la dispersión de los fondos de nuestra Fábrica y las dificultades de acceder a ellos, resulta más fácil hacer el pino con una mano que aclarar algunos datos de su historia.

Así son las cosas, aunque no me cabe duda de que vendrán tiempos mejores y alguien, seguramente más joven y con más tiempo, se lo acabará contando. A ustedes o a sus hijos. Ahora me disculparán, pero me voy a ver el archivo de Mina La Camocha, que se acaba de recuperar entero, hasta la factura más pequeña, para conservarlo perfectamente inventariado y abierto a los investigadores en una sala del Museo del Ferrocarril. ¡Qué envidia nos dan estas cosas!